La Voz de Galicia

Portugal, desde el jueves, ya se parece un poco más a España. Y no me refiero ahora a esos datos macroeconómicos que tanto han circulado en las últimas semanas, tan malos para ambos países, sino a que el parlamento portugués convalidó la ley por la que se aprueban los matrimonios homosexuales. Es verdad que, en su caso, no podrán adoptar hijos. Y también es verdad que la ley aún puede ser vetada por el presidente Cavaco Silva, que no parece muy partidario de tales matrimonios, y que podría apoyarse, además, en la pequeña mayoría que consiguió el gobierno de Sócrates en la votación (dos diputadas socialistas votaron en contra y seis del PSD se abstuvieron). A la ley le falta esa ratificación y un más que probable paso por el tribunal constitucional portugués.
La noticia, en realidad, no lo es tanto: estaba cantada desde hace varias semanas. Me parece más relevante que el Parlamento portugués haya votado en contra de otra propuesta: la de someter el asunto a referéndum. Quizá escaldados por la fatigosa repetición de consultas sobre el aborto, decidieron evitarse esos trabajos. Supongo que argumentaron que la voluntad popular estaba suficientemente representada o, quizá, adujeron los gastos que el referéndum supondría en plena crisis.
En los Estados Unidos los partidarios del matrimonio homosexual no han conseguido ganar ninguno de los once referendos convocados, ni siquiera en aquellas zonas en las que se supone que gozan de mayor respaldo: California o la Costa Este. Lo mismo ha ocurrido en el resto del mundo: los siete países en los que está vigente (Holanda, Bélgica, España, Canadá, Noruega, Suecia y Sudáfrica) prescindieron del referéndum.
Al cerrar esa vía, Portugal deja abierta la puerta a que una futura mayoría parlamentaria de signo distinto cambie la ley. Y si lo hace, tendrá la misma legitimidad. Supongo.