La Voz de Galicia

Hace años, Pérez Reverte me contó una historia de guerra en cuya escena final se encontraba él con un niño muerto en los brazos preguntándose dónde estaba Dios. Ahora, con el terremoto de Haití, y siempre que la suerte golpea a miles de inocentes, surge la pregunta, «¿dónde está Dios?» Se trata de una reacción comprensible, aunque las más de las veces provenga de personas que no se acuerdan de Dios más que cuando les conviene presentarlo como sospechoso de tener poco aprecio a sus inocentes, demostración palpable, a su entender, de que en realidad no existe.
Se olvidan de aquellas palabras del hombre más inocente de la historia, su propio hijo, que clavado en la cruz gritó: «¿Por qué me has abandonado?» Pero, sobre todo, se olvidan de hacer unas cuantas preguntas previas. Si es verdad que Dios hizo un mundo maravilloso y lo dejó en nuestras manos, los que inquieren dónde está Dios, deberían empezar por otros sospechosos. Por ejemplo, podrían haberse preguntado dónde estaba Francia y por qué un Haití riquísimo, tras un proceso descolonizador abusivo, apenas pudo levantar cabeza después, porque Francia les obligó a pagar unas indemnizaciones inmorales. Podrían preguntarse por qué los Duvalier abusaron inmoralmente de su pueblo, hasta límites inhumanos, con el consentimiento de las demás naciones de la tierra. O por qué el vudú se convirtió en un sistema de dominación por el terror de los pobres haitianos. Podríamos preguntarnos por qué la ONU se ha mostrado tan incapaz en estos años de fuerte presencia en Haití. Podríamos preguntarnos tantas cosas, que son responsabilidad moral nuestra, antes de acusar a Dios…
A eso se refería el obispo Munilla. Y por eso fue lapidado. Nadie quería saber que el mal realmente grave es nuestra inmoralidad. ¿Alguien se pregunta por qué Dios la permite?