La Voz de Galicia

Lo primero que me llegó de ellos fue la frase de la mujer contra la noche en una calle del centro: «Ven, vamos al coche de papá». Por el tono supe que se dirigía a un niño pequeño, y que quizá no fuese su madre. Estaban unos pasos más adelante. El niño, vestido con un anorak oscuro, se había sentado en el escalón de un portal. Tendría dos años o poco más. Miraba sin resignación ni espanto, sin alegría ni pena. Su cara parecía decir: «Esto es lo que hay».

La mujer repetía la frase de un modo automático y con el mismo soniquete, el que usan algunos adultos para dirigirse a los niños, como si fueran tontos. «Ven, vamos al coche de papá» parecía agotar su repertorio. Hablaba al niño toda erguida y elegante, con las manos metidas en los bolsillos de un abrigo oscuro y corto: «Ven, vamos al coche de papá», escuché una tercera vez mientras les sobrepasaba. El párking público estaba a unos veinte metros, pero el niño no podía saberlo. Sabía solo que estaba harto de caminar por tiendas y calles. Que no podía más. Que necesitaba que alguien le agarrase en un abrazo para llevarlo hasta el coche.

El padre no podía hacerlo: cargaba un bulto enorme que en ese momento había depositado en la acera algo húmeda y sobre el que casi se acodaba. Contemplaba la escena sin hablar, con una sonrisa que parecía franca, como si todo estuviera bien y no hubiera nada que decir.

Unos pasos más allá, me volví para mirarlos. La mujer seguía hablándole, tan elegante y erguida, con las manos en los bolsillos. No podía oír lo que decía ni ver al crío, tapado por la espalda del padre. Estuve por volver, levantarlo del portal, y decirle a su padre que ya lo llevaba yo hasta el coche. Aquella mujer no parecía dispuesta a agacharse y, menos aún, a cargarlo abrazado a su cara. Se me pasaron por la cabeza muchas razones para explicar tal comportamiento. Pero en el fondo solo había una. Creo.