La Voz de Galicia

Me decía alguien el jueves pasado que el núcleo de la corrupción reside en la familia, porque en ella residía a su vez el poder. El problema, según mi interlocutor, radica en que todo ha sido alterado en la familia. Las mujeres, decía, se han puesto a imitar a los hombres, de modo que compiten con nosotros en el único campo en que somos imbatibles por ellas: la imitación. Y pierden, claro. Y los hombres se han puesto a imitar a las mujeres, con lo cual las mujeres pierden otra vez. Pero insistía en que uno de los cambios más profundos y funestos de la familia consiste en que ahora mandan los hijos en vez de los padres.
Esta conversación ocurría en el almuerzo y vino varias veces a mi memoria durante la tarde. A última hora la comenté con otro amigo y se mostró de acuerdo con la tesis inicial: efectivamente, decía, ahora mandan los hijos. Pero, además, desarrolló la idea de un modo sugerente y la aplicó, como en un espejo, a la situación política del país.
Que manden los hijos, me dijo, es la peor de las dictaduras, porque se trata de un poder sin responsabilidad. En efecto, tú les tienes que cuidar, alimentar, y vestir, les tienes que educar, tú tienes que pagar sus juergas y sus caprichos. Pero no mandas. Mucho peor que todo eso incluso: no solo te desvives, pagas y te pliegas a los deseos de quienes, en realidad, dependen de ti, sino que si ellos se desmandan, si cometen cualquier fechoría, serás tú quien responda, nadie irá contra ellos: la multa correrá a cargo de tu patrimonio y la deshonra a cargo de tu fama, del nombre que precisamente tú les has dado.  Se constituye así una tiranía perfecta, porque además, en el caso de la familia, viene remachada por un chantaje amoroso —no meramente sentimental— al que resulta muy difícil sustraerse.
Puede que sea verdad. Quizá la ética del poder público sea un mero reflejo de la ética del poder familiar.