La Voz de Galicia

Algunas personas, sobre todo escritores, van por ahí buscando anécdotas, cazando sucesos, historias que se salen de lo común, diálogos, personajes pintorescos. Tienen ese don y lo aprovechan. Saben mirar y llenan cuadernos con lo que ven y escuchan. Les envidio, porque padezco de lo contrario: siempre me parece que no me entero de nada. Es inútil que intente ser más observador o que atienda más a lo que me dicen. A menudo viene alguien y me trae una idea que sería «perfecta», dicen, para un artículo mío. Y ni así. Creo que solo conseguí escribir una columna por ese procedimiento. Pero en ocasiones ocurre lo contrario: que la historia que no supe buscar, de repente, me encuentra. Esta vez no fue una historia, sino una frase. Charlaba con alguien en mi despacho. Me estaba contando una intervención pública, por lo visto muy acertada, de un amigo común. Al terminar de glosarla añadió:  «Nunca me parece mentira lo que cuenta». Repetí mentalmente la frase: «Nunca me parece mentira lo que cuenta», y seguía encontrándola hermosísima, quizá el mejor comentario que se pueda hacer de alguien, la más precisa y eficaz alabanza. Le pedí perdón a mi interlocutora, en un folio que tenía a mano (un cuadro de vacaciones) anoté sus palabras para que no se me escaparan, le expliqué más o menos lo que acabo de escribir y después le pedí permiso para utilizarla. Pareció asustarse: «No digo que no mienta nunca, que yo no sé, digo que lo que cuenta nunca me parece mentira». Le dije: «Es que no miente».
Hay cosas que no se pueden simular o, al menos, no por mucho tiempo. El principal activo de un actor público (persona o institución) es justo ese. Pero, curiosamente, ese atractivo depende también de que queramos ver su honradez o sus mentiras, y de que nos gusten o disgusten. Una sociedad que defiende a los embusteros o los soporta  está enferma. Quizá grave.