La Voz de Galicia

Unos días en Holanda no autorizan para decir más que cualquier otro turista, quizá solo deba testimoniar el contraste entre mis clichés previos y la realidad que me he encontrado. Todavía estoy empachado de la belleza de sus ciudades y pueblos, salvo Eindhoven, claro, que parece sacada de Blade Runner. Ya no sé muy bien si aquel puente estaba en Breda o en Utrech. Empachado, digo, de paisajes, arquitectura, conversaciones y estampas variadas, apenas acierto a decir que el país que se proyecta al mundo desde Amsterdam responde mal a algunos de sus estereotipos. Es, desde luego, llano hasta la desesperación y tiene molinos. Pero, en contra de lo que podría esperarse de la tierra de las libertades, sus habitantes se quejan de que allí «lo que no está prohibido es obligatorio» y de que el estado «les vive», usurpa sus vidas. Pero no he visto un solo policía. Pese al protestantismo, abundan las iglesias católicas, las imágenes de la Virgen por las calles y los cruceros. Probablemente, y en contra de lo esperado, los holandeses son los que más velas encienden a Dios por minuto, sobre todo en la zona sur, y muy especialmente en Maastricht. Sin embargo, no está muy claro que su catolicismo pase de poner velas.
Como las casas pequeñas, Holanda está llena de pasillos: autopistas, vías y canales que conectan un mundo en el que los pueblos parecen urbanizaciones y donde no se padece la brecha de servicios entre lo rural y lo urbano. Se ven muchos viejos y muchos niños: la familia joven de tres hijos menudea. Percibo una cierta propensión de los holandeses a casarse con mujeres de otros países, hispanoamericanas, principalmente. En las autopistas hay atascos, algunos trenes llegan tarde y, según me dicen, no está todo tan limpio como hace años. También extraña que tengan su Camino de Santiago con mucha gente que hace etapas locales y querrían, como yo, estar hoy donde el Apóstol.