La Voz de Galicia

El artículo de José Luis Barreiro Rivas, hoy, en La Voz de Galicia:

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Dentro de cincuenta años, cuando los procedimientos que evitan el embarazo hayan progresado, el aborto legal y masivo será tenido por una barbaridad, cuya práctica solo era posible gracias a las perífrasis que mitigaban su cruenta realidad. Y el juicio que tendrán de nosotros no será mejor que el que nos merecen los músicos del Renacimiento que fabricaban excelentes cantantes, o vigilantes del serrallo, mediante la castración -otrora legal y aceptada- de los niños.

Para hablar y legislar sobre el aborto siempre usamos circunloquios que nos permiten mantener la ficción de que puede haber embarazo sin vida, y de que la interrupción temprana de ese embarazo no atenta contra nada. Pero el aborto, en su descripción clínica, no es más que matar algo vivo que, de seguir su curso natural, se llamaría Manolito o Lucía. Y no debemos de engañarnos. Porque, por muy chulos y solemnes que se pongan los expertos, es evidente que si se limita el aborto libre a las 12 semanas, y no a las 24, solo es porque nadie quiere ver algo parecido a un niño en el cubo de los desechos.

Tampoco hace falta ser biólogo para saber que, salvo que se crea en un alma infundida por Dios con posterioridad a la fecundación del óvulo, nadie puede sostener que en un momento cualquiera del embarazo se produce un salto cualitativo que distingue radicalmente la naturaleza anterior de la posterior. Por eso Aído y Soria quieren que, en vez de hablar del aborto, hablemos solo de su regulación. «El aborto -dicen- ya está en nuestra legislación». Y, acogiéndose después a una aterradora moral de circunstancias, dan por sentado que la amplia práctica abortiva de las sociedades occidentales convalida y justifica aquello de lo que no se quiere hablar.

Si yo fuese político no sabría solucionar el dilema que presenta la coexistencia de la demanda constatada de una nueva ley de plazos con la conciencia personal que me obliga a decir lo que creo y actuar en consecuencia. Pero sé que esa ignorancia -o esa cobardía que me impide prometer que yo no haría lo mismo que hace Soria- en modo alguno me exime del deber de confesar mi adhesión a una Iglesia que, a pesar de tenerme tan disgustado por sus formas y agendas, y por la confusión que exhibe entre lo banal -el condón, la píldora y la educación para la ciudadanía- y lo importante -la paz, la igualdad y la libertad democrática-, mantiene erguida su voz y su doctrina en defensa de la vida y sus procesos. Porque el hecho de que la humanidad no haya conseguido erradicar del mundo el hambre, la guerra, la tiranía y los abortos, y conviva con ellos dulce y legalmente, no quiere decir que estemos libres de la exigencia moral que interpela nuestras conciencias».