La Voz de Galicia

Andrew Anthony describe en El desencanto (Planeta 2009) una sociedad en la que los adultos no se atreven a corregir a los menores, salvo que sean sus propios hijos —y a veces ni eso—, de modo que los más jóvenes no solo han dejado de respetar a los adultos, sino que estos les temen. Un indicio, entre muchos, de una sociedad pasiva, que se limita a esperar a que se arreglen las cosas sin intervenir, o sea, sin arriesgarse. Si ese niño se orina en mi portal antes o después del botellón, protesto al ayuntamiento para que me quiten el botellón de allí, pero ni se me ocurre afearle su conducta, no vaya a revolverse. Si se pelea con otro o con otros, espero a que llegue la policía, que para eso está, pero no se me ocurre separarlos, no vaya a sobrar alguna bofetada para mí y termine como el profesor Neira. Luego, en las charlas con amigos y vecinos, comentaré todo eso en tono de hay que ver cómo están las cosas y seguiré esperando. Esperando a que alguien arregle la educación, que está tan mal, esperando a que alguien reduzca las listas de espera en la seguridad social, que se alargan, esperando a que alguien cree puestos de trabajo, y a que me suban la pensión, y a que me bajen los impuestos y la gasolina. Nos hemos convertido en gente que espera, como narcotizados, suspendidos en un limbo de promesas siempre incumplidas, de verdades a medias, como si no pudiéramos hacer nada más que aguardar a las siguientes elecciones y emitir un voto que se pierde entre miles para promover a un candidato o para castigar a otro.
Pues ha llegado el día, la hora de hacerlo.
Pero, suceda lo que suceda mañana, conviene que los partidos reciban el mensaje de que esta vez no nos quedaremos cuatro años esperando, atontados y quejosos, como clientes obligados del único bar del pueblo, como parroquianos que solo quieren que no cierre la taberna.

(versión impresa)