La Voz de Galicia

(Dedicado a Prometeo: él sí que tiene unos Reyes cansados)

Una madre me contaba, riéndose, la reacción de su hijo pequeño al explicarle ella la historia de los Reyes Magos que llevaron al Niño oro, incienso y mirra. «¡A mí que no me traigan mirra!», dijo el chavalín enfurruñado. También me reí yo, porque recuerdo haber pensado lo mismo a su edad, aunque quizá no llegué a decirlo. Como el pequeño, desconocía el significado de aquella palabra y su simbología, pero me sonaba mal. Los niños están para ser adorados y lo saben, por eso son inflexibles en sus exigencias, a veces hasta la crueldad. Especialmente, cuando el cariño se envuelve en papel vistoso: quieren regalos ya, no reparan en su valor material o en el sacrificio que puedan significar y, si no se les corrige, terminan por prescindir también de lo importante: del afecto que esconden. A los adultos infantilizados, les ocurre lo mismo.

Anteayer comentaba con mi hermana que regalar cansa. No me refería tanto al maratón de tiendas y gestiones como al hecho mismo de pensar los regalos, de dar vueltas en la cabeza a las personas queridas, para acertar con aquello que pueda significar: «Te conozco porque te quiero, y por eso te doy esto que te alegrará». Si no cansa, el regalo se convierte en mera ostentación de poder económico que aplasta al otro y le apabulla. O en una actividad mecánica que deriva en que todos regalan los mismos cachivaches y en que muchos se deshacen de ellos o los revenden casi al instante: bien porque son objetos repetidos o inútiles, bien porque carecen de carga afectiva, bien porque el destinatario es incapaz de reconocerla.

 Cuenta Delibes en Señora de rojo sobre fondo gris que nunca acertaba con los regalos a su mujer. Ella los recibía con mucha fiesta, pero casi siempre los cambiaba por otra cosa. Tanto el dolor del uno como el agradecimiento de la otra manifestaban lo esencial del regalo: que se querían.