La Voz de Galicia

Bastantes años atrás me hicieron intervenir repetidamente en un curso que impartía mi universidad para profesores jóvenes. Era sólo una sesión de dos horas sobre asesoramiento de alumnos. No sabía qué decirles –yo era joven también– y les contaba historias que me parecían ilustrativas de cómo son los estudiantes, cómo los profesores y cómo deben relacionarse.
Pero en el fondo, querían algo más teórico o más práctico. Querían un método, sobre todo los que procedían de Pedagogía. Llegado ese momento, ya me atrevía a pronunciar la única abstracción de la que estaba realmente seguro, pero que callaba al principio por miedo a parecer cursi: “Se trata de quererles mucho, y de volver todos los días a casa con las manos en los bolsillos, silbando”.
Obviamente, como tantas veces, no hablaba de lo que yo hacía, sino de cómo pensaba que deberían ser las cosas. Además, no me gusta silbar.
Hubiera dejado por ahí el asunto, pero siempre había un chico –uno distinto cada año– que me decía: “Bien, eso de quererles mucho parece una aproximación humanística interesante, ¿pero podría decirnos algo más… técnico?”
Y entonces les explicaba que no sabía nada de metodología y que “quererles mucho” significaba, para mí, en términos prácticos y muy abreviadamente, lo que sigue:
-Preparar las clases, y esto incluye aprenderse las fichas de los alumnos de memoria y cuanto antes (hablaba para profesores universitarios), de modo que pudieran dirigirse a cada uno por su nombre y ellos se sintieran reconocidos (en todos los sentidos del término). Conocer a los alumnos es imprescindible para hacer atractiva e interesante la materia que debamos explicarles.
-Mirarles. El profesor que sabe mirar a sus alumnos llena la clase (como diría Pennac). Quien sabe mirarles, nunca habla de “los alumnos”, sino de “mis alumnos”, expresión que a los demás profesores suele parecerles presuntuosa o, cuando menos, inadecuada. Piensan que indica posesión, cuando en realidad expresa pertenencia. De quien dice “mis alumnos” nunca reciben sus alumnos una mirada de sospecha o de duda, puede que sí de admonición o desilusionada, pero más frecuentemente recibirán miradas que dicen: sé quién eres y estoy dispuesto a ayudarte, a acompañarte al menos, no importa lo que hayas hecho ni lo que pienses ni lo que digas ni cómo vistas. Un buen profesor ve, sobre todo, las virtudes de sus alumnos y sobre ellas construye.
-Dedicarles tiempo. Un profesor que pone en su puerta: “Atención de alumnos: viernes de 17.30 a 18.00” está diciéndoles que no quiere saber nada de ellos, que le dejen en paz, y que, en todo caso, ya hablarán después del examen. Un profesor que se escapa en los descansos, que no se queda a charlar entre clase y clase, también, al igual que el que no responde los correos electrónicos o lo hace con un laconismo desanimante para su corresponsal.
-Escucharles. Significa intentar hacerse cargo de lo que realmente quieren decir aunque literalmente sus palabras indiquen otra cosa. Piden ayuda como pueden y hay que saber dársela como la quieren. También en asuntos que no son técnicos ni se refieren a nuestra materia. Pero sin preguntar demasiado, sin sobar su intimidad. A veces no pueden esperar y hay que intentar atenderlos cuando lo demandan (bueno, a algunos conviene hacerles esperar incluso mucho, pero son los menos).
-Tienen que notar que sus progresos nos hacen felices y que no nos desanimamos con sus fracasos. Esto no se puede simular. O es realmente así o se darán cuenta.

El método es: mientras estamos en horario docente, les pertenecemos.

Sin embargo, fuera de él, no. De ahí lo de marcharse a casa con las manos en los bolsillos y silbando. El profesor tiene que dedicarse a lo suyo: su familia, leer, estudiar, investigar, descansar. Si no, no podrá ayudarles. Alguna vez puede tener sentido un rato de deporte con ellos o una cena para celebrar, por ejemplo, el fin de curso. Pero el profesor no es un colega con el que ir de copas. Simplemente, no es un colega. El profesor, cuando se va, se va del todo, de la misma manera que cuando estuvo, estuvo también completamente.

En las páginas 249-250, Daniel Pennac simula una conversación con su otro yo, el zoquete que fue como alumno, que termina así:

-[el zoquete]No son métodos lo que faltan. Sólo habláis de los métodos cuando, en el fondo de vosotros mismos, sabéis bien que el método no basta. Le falta algo.
-[Pennac]¿Qué le falta?
-No puedo decirlo.
-¿Por qué?
-Porque es una palabrota.
-¿Peor que “empatía”?
-Sin comparación posible. Una palabra que no puedes ni siquiera pronunciar en una escuela, un instituto, una facultad o cualquier lugar semejante.
-¿A saber?
-No, de verdad, no puedo…
-¡Vamos dilo!
-Te digo que no puedo. Si sueltas esa palabra hablando de instrucción, te linchan, seguro.
-…
-…
-…
-El amor.