La Voz de Galicia

En tiempos de abundancia se disimula fácilmente la falta de coraje, de ideas grandes, de magnanimidad. Pero en los de escasez, no hay como tapar debilidad tan vergonzosa. Cuando las cosas van bien casi solas, se puede sonreír sin otro fundamento que ese, el que las cosas van bien: la barriga llena, los caprichos cumplidos, los riesgos cubiertos (o eso parecía), la posibilidad de demandar al ayuntamiento porque el niño se había roto una pierna en el botellón (porque el ayuntamiento no cuida como es debido de los niños borrachos) o la exigencia de un autobús para que vuelvan vivos de las juergas nocturnas y, en fin, mucho tiempo libre para discutir, para enzarzarnos en debates que, en tiempos de crisis, parecen vulgares, producen la sensación de gente tediosa que ha estado perdiendo el tiempo.
Pero el coraje, aquel que echaba tanto de menos Soljenitsin en Occidente («“El mundo occidental ha perdido su coraje civil, tanto en conjunto como individualmente: en cada país, en cada gobierno, en cada partido político y, por supuesto, en la ONU”), ese coraje no viene de la nada, sino de un conjunto de virtudes personales (la sobriedad, entre ellas), que se hacen sociales a base de que los individuos las vivan.
La crisis, que será honda y mucho más en nuestro país, puede leerse también como una oportunidad: la de recuperar el coraje, la de hacernos más fuertes. Una cura de adelgazamiento sin balneario, que empiece por la solidaridad con los que van cayendo a nuestra vera: en el paro, en el hambre, en la miseria o en la desesperación. Sin mirar para otra parte. O tendremos una crisis mucho peor, más larga y dolorosa, con una inseguridad que saltará de los pechos angustiados a las calles.
Pero, como escribía Habermas, «¿Quién se atreve hoy a decir a la sociedad lo que le falta y que, siéndole desconocido, le es esencial?»