La Voz de Galicia

Copio el artículo al que se refería Amalia Verdura en su comentario de ayer a la entrada sobre Brasil, para que no haya dudas y quede claro el efecto «preconceito» o «prejuicio» que ella buscaba.

Es de 1996 y, por tanto, algunos datos han quedado desactualizados:

Dos brasileñas

Le dije que aprovecharía el viaje a Brasil para conocer una televisión local nueva que seguía una fórmula muy interesante. Puso mucha cara de asombro:
-¿En Brasil?
-Pues sí, en Brasil, donde está la tercera o cuarta cadena de televisión del planeta y algunos de los veinte mejores periódicos del mundo (se me calentó la boca),  en ese país que se puede sobrevolar en línea recta durante cinco horas y a velocidad de crucero (es decir, más de lo que se tarda de Madrid a Moscú) sin salirse de las fronteras del octavo producto interior bruto de la economía internacional…
La imagen que tenemos de Brasil es la de Río de Janeiro, y la que tenemos de Río es la del Carnaval. O sea que nuestra imagen de Brasil se constriñe a la del Carnaval de Río de Janeiro, aliñada, si acaso, con tres o cuatro palabras como fútbol, favelas y meninos de rúa. Así, una nación gigante y riquísima queda reducida a su propia parodia de la sensualidad y, como consecuencia, al olvido. Muchos de los reportajes sobre Río que se publican en España se titulan o subtitulan “El culto al cuerpo”. Porque las ciudades, como las personas, están condenadas a mostrar sólo aquello que quieren ver quienes las miran. Ayer leí uno sobre Sao Paulo, y acabo de regresar de allí.
Sao Paulo, desde el aire, parece un inmenso chip los días de sol; un circuito impreso disparatado e interminable. Las calles enrojecidas por el atardecer simulan ríos de cobre que conectan millones de edificios blancos y menudos con otros gigantescos que ralean en la periferia y, sin embargo, se apretujan en el centro como placas de condensadores chisporroteantes: una fachada de cristal o un tejado metálico  que devuelven su luz al cielo, como si no la quisieran, como si tuvieran bastante. Sao Paulo es el chip de Brasil. Sus once millones de habitantes -si se cuenta todo, algo más de veinte- mueven la mitad de la economía brasileña. Pero al periódico de ayer, Sao Paulo le cabía en cuatro fotos a toda página que sólo hablaban de miseria, aun cuando ese estado, solito, sería uno de los países más ricos del mundo. Brasil no cabe en este artículo. Bien, eso era. Eso y una historia liviana.
Quise traerme unos bombones para casa y entré en una tienda vacía. Era temprano y las dos dependientas, una negra y otra blanca, se afanaban limpiando. Les pedí dos cajas sin chocolates de licor, porque dentro de la maleta  pasan de bombones a bombas en cuanto sienten la cercanía de las camisas blancas. Hubo problemas técnicos a la hora de pagar y le dije a la dependienta negra que tenía prisa. Se puso nerviosa y me dio un bombón carísimo para que me callara. Al morder casi me partí los dientes con el hueso inesperado de una cereza. La chica se inquietó aún más y me preguntó si me había hecho daño. Le dije que sí. Me preguntó si la perdonaba. Le dije que lo pensaría un momento. Entonces, temblando, me dio dos bombones más, ya sin cereza, para que el idiota no se rompiera los dientes. Los agradecí, y la blanca, al ver un atisbo de distensión, me preguntó de dónde era.
-O senhor fala muito bem português…
-¿No será que ustedes entienden muy bien el español?
Se les alegró la cara con una sonrisa de sorpresa (¿porque al fin había dicho algo casi amable?, ¿porque de repente sabían español?),  y dijeron a coro:
-¡¿Será?!
Me fui cavilando en lo bruto que soy y en qué pensaría la gente de un título como “Dos brasileñas”. En el carnaval de Río, me dije.