La Voz de Galicia

Lunática azul recupera una columna que escribí en el 2005 para ilustrar, supongo, el sentimiento de incapacidad, verdadero estupor, que nos producen las tragedias ajenas. Como la de Barajas. 

Gracias, pensé. Debería habérseme ocurrido a mí:

 

EL DOLOR ajeno produce mudez. Al menos en mi caso. Raramente sé qué decir, porque ante ese misterio, uno de los más grandes de la condición humana, cualquier palabra me parece vulgar, vacía, insípida, impertinente. Ocurre otro tanto con los gestos: apretar la mano, dar un beso o un abrazo, hacer una caricia, mirar queriendo, sin fingir ni sobar. Con los niños es fácil y, además, funciona: les tranquiliza y les acalla. Con los mayores resulta a veces arriesgado, porque carecemos ya de aquella inocencia original que nos permitía abrazar y recibir abrazos con mero afecto, sintiéndonos amparados. Eran abrazos protectores, sencillos, sin doble o triple intención. Abrazos como refugios, en los que no cabía interpretación perversa, sino apenas consuelo. Quizá es que nos tocamos demasiado, a todas horas, con cualquiera y en cualquier lugar, y luego nos falta el abrazo bueno, el que cura. No sé. Esta semana he visto mucho dolor cerca y no he sabido qué hacer: muertes, enfermedades graves, tristezas largas y anchas, penas de varios colores e intensidades y he dicho palabras tontas o las he escrito, me he puesto cerca o lejos, según convenía, he estado quieto e inquieto. Como si no supiera rezar.