La Voz de Galicia

Acudí el viernes a la graduación de los alumnos de mi Facultad. Siempre voy, pero casi nunca disfruto del acto en sí, que tiene una puesta en escena difícil. En todas partes los estudiantes y algunos profesores son reacios a la solemnidad, y piensan que es preferible lo espontáneo, lo natural, lo que brota. Desconocen que lo que brota se repite en todas las promociones de todas las facultades de todas las universidades. Por tanto, se recae fácilmente en el lugar común y en errores de organización incluso crecientes. Porque la naturalidad y la originalidad requieren el cansancio de muchos ensayos, como saben, por ejemplo, los actores y los escritores. Sin ellos, cuaja en ceremonias prolijas, largas, repletas de bromas y guiños que solo entienden los iniciados —es decir, los alumnos y algún profesor, mientras el resto se impacienta— y en las que falta, sin embargo, la nota que debería presidirlas: gratitud.
La ceremonia a la que asistí no fue larga ni ingrata. Tampoco solemne ni ensayada, es verdad, pero salí contento para disfrutar la parte mejor: verlos felices con el trabajo hecho, tan irreconocibles ellas en sus vestidos y peinados nuevos, tan en su papel al explicar cosas y personas a sus padres, a sus hermanos, a sus novias y a sus novios. Los vas saludando y te enteras entonces de la vida: esa que cuentan los padres, indiscretos, y que les dejan como inválidos o alelados por un instante. Conocer a los padres de los alumnos significa, unas veces, ponerle caras a una historia que ya te sabes. Otras, ponerle historia a una cara que te sabías. Y me gusta. Te hacen reír. Alguien recuerda algo que le dijiste y que ni te suena ni te extraña. Entonces, el alelado eres tú. Todos hablan del futuro y los ojos se les agrandan encendidos de ilusiones y rezas para que nadie se las apague.
De pronto piensas que quizá no vuelvas a verlos y te entran unas ganas bobas de quejarte: ¿Por qué me los tienen que cambiar cada año?