La Voz de Galicia

También este año, como en el año del artículo que reproduzco abajo, varios amigos cumplen cuarenta años. Cuando escibí ese artículo, yo no los tenía. Releído hoy, me ha producido un cierto nerviosismo. Pero sigo pensando lo mismo que en el lejano mayo del 96, cuando lo mandé a Nuestro Tiempo.
Está dedicado al señor del pelo blanco. Algunos pensaron que era Dios, pero me refería a Peter de Miguel, que falleció el año pasado y debía de ser uno de los que cumplía cuarenta aquel mes. Quizá por eso me estremeció leer el final después de tanto tiempo.

Cuarenta años

(Para el señor de pelo blanco)

Algunos me miran con un poco de espanto cuando les digo que por nada del mundo regresaría a los veinte años. Y se equivocan cuando piensan que he debido de tener una juventud muy dura. No es verdad, no la he tenido. Pero, ¿para qué? ¿Para qué regresar a los veinte años? ¿Para volver a sufrir otro tanto estando ya más cerca del final?
Cuando tenía dieciocho o diecinueve años, le dije a un galés muy flemático que doblaba generosamente mi edad:
-Tony, cuando sea mayor quiero ser como tú.
Se lo dije de broma, claro. Pero el contestó muy en serio, sin mirarme:
-Es muy fácil. Basta con descuidarse.
Hoy digo lo mismo, pero esta vez  también yo hablo en serio. Dos o tres amigos cumplen este año los cuarenta y les envidio, aunque ellos se resistan a creerme. No envidio a todos los que llegan a los cuarenta. Sólo envidio a algunos. A aquellos que van consiguiendo fertilizar, siempre con dolor, lo que ha sido puesto a su lado. Y por esos, aunque sean mayores que yo, por esos me cambiaría. Les cedería con gusto los años de diferencia, de futuro libre e impredecible, a cambio de su vida lograda.
Dicen que llegar a los cuarenta es atravesar el ecuador  de la existencia. Dicen que empieza la cuesta abajo. Puede ser. Sobre todo me parece muy cierto lo de la cuesta abajo: quien llega a los cuarenta sabiendo vivir lo tiene entonces mucho más fácil. Aunque bajar entrañe con frecuencia peligros incluso mayores, se anda más rápido, se sabe el camino y basta con seguir el mapa sin enredar en los abismos. Y además, desde los cuarenta, quizá se vea ya el pueblo, aunque a lo lejos, aunque borroso, aunque sólo como una pella minúscula y blanca.
Para llegar a los cuarenta, sin embargo, no hay calzada segura ni camino ni trocha o, por lo menos, no hay mapa o hay muchos, engañosos los más. Y se sube a fuerza de corazón y de rectificar, de desengañar-se.  Se sube siempre solo, porque aunque mucha otra gente vaya al lado, apenas unos pocos acompañan de verdad y aun estos, sólo un trecho. No faltará quien ofrezca agua fresca o una palabra -¡aupa!- o una huella que seguir, pero ninguno de ellos puede andar lo que otro no ande, nadie puede sustituir la voluntad de otro en los cruces y, sobre todo, nadie aprende por otro lo único realmente decisivo: cómo desandar lo mal andado, decía la canción.  Y encima se cruzan muchos que bajan, que desisten, que dicen que no se puede subir o que no se ve nada o que no hay nada. Porque, claro, no todos los que llegan a los cuarenta llegan de verdad.
Para los que llegan de verdad, lo malo no es la cuesta abajo, sino que desde esa atalaya resulta inevitable contemplar las dos mitades de la vida: una -la que queda por delante- no se ve demasiado y la otra -la andada- se ve demasiado bien, y el corazón siente por primera vez el miedo a no llegar. Luego también hay otros. Por ejemplo, los que no quieren oír aquellos versos malos de Zorrilla: “Las hijas de las mujeres  que amé tanto/me besan como quien besa a un santo”. Ese es su problema, pobres. Pero no el de esos amigos que van terminando la subida.
Y por eso les he escrito que, si ganan el pueblo antes que yo, no se olviden de hacer huella ni de guardame sitio.