La Voz de Galicia

El domingo fui a la misa de niños en Santa Lucía. Me gustan las misas de niños, pero ese día tenían excursión de la catequesis y apenas estaban unos pocos.

En el banco anterior al mío estaba una anciana sola, muy elegante. De pronto, se cayo de lado, completamente rígida, rebotó de costado sobre el banco y terminó en el suelo. No conseguí llegar para evitarlo. Se recuperó, vino el 061 y… todo bien.

Me acordé de lo que escribí hace no sé cuanto en Nuestro Tiempo y lo transcribo:
La noche encima
Van perdiendo poco a poco el contacto con el mundo, como si sus sentidos fueran incapaces de encontrar en el dial de la modernidad la sintonía adecuada: primero, quizá, se les desconecta el volumen, oyen cada vez menos y, algunos, gritan cada vez más. Luego las imágenes se emborronan: empiezan por una presbicia cada vez más intensa y terminan en la catarata, o en lo que sea, que ya no se puede operar. Muchos caminan solos, con pasitos cortos, casi a tientas, por las calles. Otros se sostienen en su mujer o en su marido –más lo primero que lo segundo– como han hecho toda la vida. En algunos casos no es posible adivinar quién sostiene a quién: simplemente se sostienen, como dos náufragos, sobre la acera. Cada semáforo, cada paso de cebra, cada cambio de calle se vuelve una batalla en la que, a diario, caen algunos de ellos malheridos o muertos. A veces no ven los coches, a veces cruzan en rojo, a veces hacen lo que deben, pero les faltan los reflejos que salvan a los más jóvenes.

El paseo habitual es una aventura, un juego de la oca de casa al parque y del parque a casa, con obstáculos de toda suerte que tendrán que salvar para llegar enteros a la soledad del punto de partida pasando por un café, por un banco al sol si hace buen tiempo: un lugar tibio donde esperar solos o junto a otros solos a que discurran las horas sin hacerles daño, mirándolo todo con la mirada quieta que casi no ve, entendiendo poco y a veces nada, recordando una mujer, un marido, unos hijos que no están o no atienden lo bastante, mientras el mundo, incomprensiblemente, sigue girando sin contar con ellos, sin aguardar su concurso más que en las partidas de dominó.

Encontré a uno en el notario. Hablaba con serenidad indecible, como si tratara directamente con el destino. Decía: “Entonces el piso que puse a su nombre es ahora suyo, aunque lo haya pagado yo”. El notario le decía que sí. “Y entonces mi hija puede echarme”. El notario le dijo la verdad con mucho de acostumbramiento y algo de pena. Pero el anciano no se entristecía, sólo se hacía cargo, como si hubiera preguntado cuánto valía ahora un dólar o algo así.

De pronto se te desploman al lado como abatidos por un francotirador: hoy me ha pasado en Misa. Unos miran desconcertados desde el suelo, otros tienen más costumbre, y casi se ríen porque caen a menudo. Los hay que nunca se levantan, porque han roto la cadera y empiezan un último suplicio.

No faltan los que presumen de su autonomía y van de aquí para allá en coche y dicen que quieren vivir solos. Pero se asustan rápido, como aquel matrimonio portugués con el que me crucé en una gasolinera colapsada. Él se enfadó mucho, sin saber hacerlo, temblando, quizá por falta de costumbre o de energía. Ella le acariciaba para tranquilizarlo, como se hace con los niños, al tiempo que le decía a la chica de la caja: “¿No ve que se hace tarde y a nuestra edad –se señalaba el pelo blanco– ya no podemos conducir de noche?”

Casi todos intentan no estorbar nuestras prisas, muy pocos se atreven a exigir el respeto, la gratitud y el afecto que les debemos, como si a nosotros no se nos fuera a echar la noche encima.