La Voz de Galicia

Volví a Muxía, un nombre que, por alguna razón que no acierto a concretar, evoca en mí sensaciones recias. Se lo decía ayer al Director de este periódico, que es muxián, mientras acompáñabamos al Editor en la visita a la Biblioteca que allí le han dedicado. El Director, con ese talento sereno y desmitificador que se gasta, contestó riendo: «Es el granito, hombre, es el granito». Porque yo le decía que en ningún lugar como en aquel notaba semejante sensación telúrica. En ese sentido, lo del granito era un argumento sólido. Ya me asaltó esa percepción la primera vez que vi, lo recuerdo bien, el Santuario de Nosa Señora da Barca desde Camariñas, como una catedral fantasma que emergía del mar con sus dos torres. Pensé entonces que sería cosa de la distancia, de la niebla, de mi estado de ánimo acaso. Pero siempre que regreso, se repite.
La evocación de Muxía carece del toque dulzón que a menudo acompaña la nostalgia de los lugares que amamos. Quizá también, porque su mero nombre atrae el de Costa da Morte, y el Santuario da Barca, adelantado en el extremo de la península, refuerza el simbolismo del aislamiento y de la tragedia. Por eso colocaron allí, mirando siempre al mar, una Virgen vigía, rodeada de exvotos mariñeiros, para que no se olvide. En septiembre, Muxía se multiplica por quinientos, y una muchedumbre invade el pueblo para festejar a la Patrona.
Tendrá Muxía alguna cosa fea, supongo, pero está llena de gente hermosa y esperanzada, que aguarda y merece buenas noticias inmediatas: el parador, la autovía, que se completen las infraestructuras de agua y saneamiento. Avanzan entre anhelantes y escépticos, burlando la cadena  de desastres, seguidos de promesas incumplidas, que duelen tanto como los propios desastres. Y a veces, más. No tanto por lo que significan de jugueteo y manipulación, sino por su demoledora carga de desapego.