La Voz de Galicia

Siento mucho no haber podido venir por aquí estos días, ni siquiera para cambiar la hora del blog.

Como se han acumulado los comentarios sin respuesta, intentaré satisfacer lo que piden algunos: más detalles sobre la cajera. Ocurrió todo en unos cuatro minutos. Ahora lo pienso y me avergüenzo, porque mi primera sensación fue de impaciencia y, realmente, despachar a tres personas en ese tiempo resulta difícil. Mis prisas sólo se podrían justificar por ese absurdo aceleramiento en el que me instalo desde primera hora. Aunque quizá gracias a él caí en la cuenta, por contraste, de la serenidad y eficacia con la que trabajaba aquella mujer: mientras hablaba con la primera clienta de las actividades familiares de fin de semana a las que pensaba destinar aquella compra, empaquetaba una caja de fresas, y atendía ya a la siguiente. No había nada por lo que reclamar. Ni siquiera cuando llegó otra cajera y le preguntó si le quedaban sobres  y ella contestó sin mirarla y sin dejar de manipular bolsas y alimentos: «No quedan, porque ayer cuando fregué la caja ya no quedaban».

Esto me impresionó mucho. En primer lugar porque estoy más o menos acostumbrado a que me atiendan mientras hablan con otros compañeros o compañeras y, habitualmente, de cosas absurdas o demasiado íntimas, como si no estuvieras allí o no importaras.  Y si se dignan decirte algo, lo hacen en el  mismo tono que las máquinas expendedoras de tabaco o de gasolina. A menudo siento la impresión, acaso falsa, de que pretenden transmitir que no son inferiores al cliente, que están allí por una casualidad, como de paso. O incluso que el cliente es en cierta medida el culpable de su situación servil.

Por eso, ninguno de tales personajes hubiera admitido jamás en público que «había fregado» la caja. En cambio mi cajera parecía saber perfectamente que, fuera cual fuese mi trabajo, no podía ser más digno que el suyo. Por eso también, en lugar de hablar con un soniquete desesperante e impersonal, decía las cosas con normalidad. De igual a igual, con la autoridad de quien sirve y ayuda. Esa autoridad fue la que intimidó a la segunda clienta, que no acertó a pronunciar palabra. Y esa misma autoridad le permitió advertir que la anciana tenía cambio, pero pagaba siempre con billetes porque no sabía o no podía contar monedas. Ella lo intuyó y se ofreció a cambiarle el billete aparte -para que pudiera seguir aquel sistema en otras tiendas- y a cobrarse directamente del suelto. En la mano de la anciana había muchísimas monedas y, quizá, la pobre aún tenía más en el bolso. También por eso, cuando la anciana alargó su mano, ya estaba allí, en el aire, esperándola, la mano de la cajera: para escoger las necesarias, quizá las más menudas, y aliviarla de tanta chatarrería.

Y basta.