La Voz de Galicia

A esas horas las tiendas estaban cerradas y decidí acercarme al supermercado por si habían abierto. Eché un vistazo, porque pretendía comprar una cosa de nada sin hacer colas. Dos de las cajas estaban funcionando y sin clientela. Me fui directo al estante, cogí un bote, y luego otro de repuesto. La operación duró menos de un minuto, pero cuando llegué a las cajas había dos señoras haciendo cola en una y tres en la otra. Me puse en la corta. Al ver los carros de quienes me precedían y, después de cotejarlos con los de la otra cola, me cambié. En ese momento la cajera atendía a una clienta con mucha compra, pero las dos siguientes apenas llevaban cuatro yogures. La cajera y la clienta hablaban y me pareció que iban muy lentas. La señora se había líado con sus bolsas y la cajera decidió ayudarla sin dejar de atender a la próxima: colocó sobre el mostrador la barra para separar las mercancías de ambas y la siguiente empezó a depositarlas allí. La cajera tenía la edad y la apostura de quien ya ha críado a sus hijos. Hablaba con un tono profesional, pero cargado de afecto, no sé si por sus clientas o por su trabajo. Parecía sentir orgullo de lo que hacía. La segunda señora pagó rápido, con cierta timidez, como impresionada por la cajera. La tercera, bastante mayor, apenas llegaba a cuatro euros de compra, y le preguntó si le importaba cobrarse con un billete de cincuenta. La cajera quiso saber si tenía suelto, y le dijo que se cobraría del suelto y luego, aparte, le cambiaría el billete grande. Sabía con precisión absoluta lo que la señora necesitaba y escondía: la anciana, obediente y agradecida, le acercó una mano llena de monedas que no veía o no distinguía. La cajera escogió las justas. Entonces me di cuenta de que podría pasarme la mañana viéndola trabajar. Pero ya me tocaba. Le di el dinero exacto. Me miró y dijo con aquel tono suyo: «Que tenga un buen día». Y supe que sería así.

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