La Voz de Galicia

En São Paulo la lluvia puede ser una bendición o una desgracia, depende para quién. Ocurre, de hecho, en muchos lugares. Las lluvias de marzo, cantadas por Elis Regina y Tom Jobim, comparecieron de nuevo, no solo para cerrar el verano, sino también, quizá, para celebrar el crecimiento de un 5,4 en el PIB, que se hizo público ayer. Buen dato, desde luego.
Las lluvias despejaron la eterna contaminación que engrisece el aire de la ciudad, siempre envuelta, vista desde lejos, en esa nube tóxica que parece de dibujos animados. La lluvia llega y lo limpia todo. Barre el polvo de las calles y de las fachadas de los rascacielos, filtra el aire a través de las cortinas de agua y le devuelve transparencia y frescura. Diluye los olores penetrantes a carburantes diversos y mezclados (a alcohol, sobre todo, que es el combustible preferido por aquí).
 Pero el tráfico empeora. Porque salen más coches, porque se inundan algunas zonas, por un conjunto de causas, los seis millones de vehículos matriculados aquí (más otros cientos de miles matriculados en otros estados donde resulta más barato hacerlo) terminan amontonados en las grandes avenidas y en las circunvalaciones. Ayer se consiguió el récord: doscientos dieciocho kilómetros de atasco me dijo un taxista, tres más añadía hoy el periódico en primera página, pero sin destacarlo mucho.
El paulista está acostumbrado a todo. Sabe que las cosas más sencillas pueden volverse muy complicadas en su ciudad. Para fijar una cita, por ejemplo, hay que tener en cuenta muchísimas variables: de distancia, horario, climatología, accesos a la zona, etc. Pero el paulista quiere a São Paulo con locura, no podría vivir en otro lugar sin regresar a menudo para curarse el mal de saudade.
También yo estoy empezando a sentir saudades, porque tengo que volverme mañana.