La Voz de Galicia
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Estos días el Cgac tiene una buena mano. El viernes pasado inauguró las exposiciones de Juan Uslé y Mark Manders, días atrás la de Diego Santomé. Un trío poderoso. Una jugada ganadora. Fuera, en varios puntos de la ciudad dormita la muestra «On the road». A la mayor gloria de Francisco de Asís. Aunque sus responsables han logrado una bula para eludir el voto de pobreza. Nada más entrar en el Cgac te encuentras con un biombo povera, de plásticos de invernadero, que delimita una recreación del estudio de Mark Manders. Manders trabaja en una antigua instalación fabril de 2000 metros cerca de Gante y no lo hace sujeto a las demandas del mercado. No tiene una legión de asistentes manufacturando objetos para las caras boutiques de Chelsea. Para él, como artista, es un lujo poder dedicarle tiempo a horadar un bloque de madera hasta convertirlo en una caja. En este proceso aparentemente mecánico hay más verdad que en el cálculo de un artista que solo piensa en su carrera. Manders trabaja con palabras. Con la poesía que se cuela de rondón entre el significante y el significado. No es una poesía visual a la manera de Brossa. Es una poesía que imanta los objetos. También trabaja con el tiempo. En la exposición, comisariada por Javier Hontoria, conviven obras que tienen dieciocho años con piezas de hace un minuto. Y no podrás diferenciarlas. Manders para el tiempo. No solo el tiempo en el que vivimos. Manders puede ser rupestre o atacar un estudio de perspectiva renacentista; puede levantar monumentos de culturas milenarias o hacerle un guiño a De Chirico, construyendo una fábrica con chimena de ladrillo. Utiliza papel de periódico para la epidermis de algunas piezas. Pero los periódicos no son reales, no tienen fecha y sus textos no significan nada. Aparentemente. Las palabras se convierten en objetos con los que componer, como si el autor fuera un linotipista de ideas. Un demiurgo travieso. Si entras en el mundo Manders todas estas peripecias semióticas se hacen familiares.

La exposición de Juan Uslé, comisariada por Stephan Berg, es contundente. Los artistas vuelcan en su obra las cosas que les pasan. Después de una visita al cardiólogo Uslé regresa al estudio circunspecto y con el periplo de su corazón dibujado en una gráfica. Por otro lado Uslé, íntimamente involucrado en la aventura de pintar, siempre había sido reacio a repetirse. Uniendo ambas inquietudes decide realizar una serie de obras iguales en las que, como los renglones torcidos de Dios, Uslé une su brocha mojada en pintura negra a los latidos de su corazón, trazando franjas negras. Cada latido es un brochazo corto. Es su corazón bombeando pintura. La serie se prolonga desde 1997 pero los cuadros, a pesar de su pulsión inicial, no son iguales entre sí. Cuando un proyecto es tan parco en elementos, cada mínima anomalía plástica es una revolución.

Diego Santomé se mueve entre el minimalismo y el conceptual con una elegancia inusitada. Hay crítica pero no hay sermón. Hay economía de medios porque hay claridad de ideas. Hay un fraseo corto y preciso. No hay retórica. A veces los artistas que utilizan objetos encontrados deberían haberlos perdido. No es el caso. Santomé rescata del escombro un expositor para no sabemos qué productos realizado en DM. Resulta ser una de las esculturas más afinadas que yo haya visto. En el trabajo audiovisual de esta muestra, comisariada por Agar Ledo, Santomé es un eficaz contador de historias. Durante un mes se instala en O Cervo y retrata la cotidianeidad de la fábrica de Sargadelos. Es un sereno ejercicio de reivindicación de lo que somos. Porque estamos acostumbrados a que rescaten a nuestros bancos. Pero no a que rescaten la memoria de nuestro país.