La Voz de Galicia
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Los artistas autodidactas suelen jactarse de su condición. Pero en realidad no existen como tales. Todos los artistas aprenden de otros artistas. Todos beben de la Historia del Arte, que es como vivir en un dulce e inagotable bucle. Casi siempre los artistas que enseñan solo están pagando sus facturas. Aunque los hay vocacionales, también los hay adormecidos por la confortable (aunque ahora dudosa) seguridad del funcionariado. Para ir al estudio todas las mañanas se necesitan buenas razones y con frecuencia una nómina basta para que se produzca el secuestro del talento. Pero hay artistas dispuestos a pagar el rescate. Los mismos cuya obra es reconocida y valorada fuera de nuestras fronteras. Las fronteras solo sirven para crear artistas regionales, camarillas, cuotas de poder y esa ficción de corto recorrido en la que habita el artista local.
Esta exposición, comisariada por Ángel Cerviño y Alberto González-Alegre, pone de relevancia el buen estado de forma del equipo docente de La Facultad de Bellas Artes de Pontevedra. También se puede vislumbrar en ella el germen de lo que, con mucha más frecuencia, vemos en el trabajo de sus alumnos. Es paradójico que los alumnos eclipsen a sus propios profesores en el ámbito expositivo gallego. La maquinaria del espectáculo demanda más jóvenes promesas, que consolidadas realidades. De alguna forma en esta exposición podemos ver (y que esto no se entienda en un sentido peyorativo) el original de muchas copias. El original es sereno y sólido. El trabajo del alumno es urgente y desmañado. Hay prisa.
La exposición arranca con una sala rotunda en la que sobresale una instalación de Juan Luis Moraza y un apabullante conjunto de dibujos de Natividad Bermejo. Los dibujos de Bermejo son de una sencillez que desarma. Solo cuando te acercas te das cuenta de que el intenso negro de sus fondos está logrado con pastel. Las imágenes son profundamente evocadoras sin ruido ni grandilocuencia. Están montadas primorosamente.
La obra de Moraza es una gran mesa de casino en la que solo se respeta su ruleta. El resto del tapete se ha recalificado. Mejor dicho se ha reforestado. No se puede apostar todo a ningún número porque en el gran solar crecen los árboles y pastan los rebaños. Una máquina en el techo produce burbujas. Es un retrato español, y no barroco.
En la sala cohabitan el trabajo de Xoán Anleo, las fotos de Jesús Hernández, la instalación de María Luisa Fernández realizada en colaboración con sus alumnos y una eficaz instalación de Ana Soler formada por cubos galvanizados que cuelgan suspendidos del techo o se hunden en el suelo según quieran llenarse de aire o pretendan tomar tierra.
Cuando nos adentramos en la siguiente sala el vídeo de Marina Núñez nos introduce en un infierno sin Dante. Dos  siluetas envueltas en unas llamas que no queman. Quién no querría consumirse en esos fuegos fatuos. Las obras de Juan Fernando de Laiglesia son de una precisión formal notable y forman un puzle o un damero. Ignotos juegos de mesa o extrañas formas recreativas que no tienen soluciones únicas. Menos espectacular pero más sutil es el trabajo de José Chavete, que reflexiona sobre el cuadrado. En este caso no es negro como el de Malevich ni encierra el secreto del color de Albers. Se parece más a una contraventana pintada por Robert Ryman. La sala termina con un mural de Juan Carlos Román realizado con los puntos rojos adhesivos con los que solían señalarse las obras vendidas no hace mucho tiempo. El punto rojo era el punto G del galerista.
En la última sala podemos ver el trabajo de Juan Loeck, Yolanda Herranz, Jesús Pastor y Javier Tudela. Pero es la obra de Juan Carlos Meana la que pone el último acento de la exposición. Y lo hace con una pasmosa naturalidad. Es como si Imi Knoebel hubiera parado la cadena de producción para reflexionar. Luego descolgaría la obra de la pared para posarla en el suelo sobre unos platos soperos. Una obra delicada y limpia que es el último verso de un soneto contundente. Se puede aprender sin ir a clase