La Voz de Galicia
Seleccionar página

Después de tanto hablar de ella, me empieza a gustar esa arquitectura torva, ese urbanismo alocado y rumboso al que llamamos feísmo. Por lo menos me gusta tanto como el pastiche repintado y pintoresco, de piedra vista y colores desacertados, que acaba convertido en un decorado para turistas. Me molesta el barniz rústico con el que queremos corregir nuestra insoportable deuda con la arquitectura popular. La chapuza no es más lesiva que la afectación. Juan Rivas obtiene belleza de estos presupuestos. Pero lo hace sirviéndose de una especie de impresionismo sin retórica. Seco. Tanto en el encuadre como en la ejecución. Se ocupa del paisaje a una hora determinada del día y, cuando ves un cuadro suyo, te sientes como si fueras conduciendo por una carretera secundaria al atardecer. Es ese paisaje y esa hora del día. Él lo ha visto y tu también. La conexión es inmediata. Por la ventanilla contemplas una sucesión de galpones, alpendres y construcciones llenas de ingenio equivocado. A final, son masas de color para un bodegón de Morandi. Más Morandi que Odilon Redon. Impresionismo sin retórica, insisto. Para la ejecución Rivas se sirve de la vieja pintura y el formato pequeño, de la veladura y la teoría del color. En la temperatura del color se oculta el misterio que otorga atmósfera a una escena. Pintar el aire sigue siendo una aventura. Una propuesta humilde y silenciosa, pero tan potente y actual como el montaje más estrafalariamente cool. En esta última exposición Rivas da un paso más allá engarzando en sus paisajes formas nuevas, extrañas y ajenas. No dista mucho de lo que hace el paisano, que es a la vez arquitecto, ingeniero y constructor. Todos llevamos dentro una incontrolable pulsión constructiva. Cerrar una finca y levantar un edificio. A veces un autorretrato. Otras veces un boceto inacabado. Rivas nos retrata y es tal la familiaridad que nos sonroja. Por eso la cotidianidad puede ser una revolución. Eso pasa cuando un artista tiene la lucidez necesaria para mirar a su al rededor. Como Hockney en su retiro de la campiña inglesa. Entonces no necesita el bullicio mundano de Berlín ni la insistida fotografía de Nueva York. Le basta una carretera secundaria.