La Voz de Galicia
Seleccionar página

Si Tristan Tzara viviese ahora y fuese de Lalín, podría llamarse perfectamente Misha Bies Golas. Misha es un artista que lleva su taller a cuestas, que está permanentemente alerta y cuya arma, aunque su tierno desaliño intelectual no lo parezca, es la reflexión. En el CGAC presenta una obra desconcertante. La génesis es la siguiente: un buen día llega a sus manos una publicación de los años sesenta, de contenido religioso y vocación extrañamente didáctica. Pero sobre todo visual. Misha adopta la obra, en su integridad y sin transformarla, como pieza artística. Previamente a la exposición la edita en una pequeña tirada. Te la hace llegar envasada al vacío. Y al vacío industrial hay que sumarle el vacío retórico: no acompaña el librito de introducción ni de prólogo alguno de su cosecha. Crudo apropiacionismo. Ni siquiera cuando te lo entrega en mano te da pistas. Cuando lo abres sientes una mezcla de estupor y sorpresa. Por un momento llegas a pensar que Misha, por fin, ha abrazado la fe. En realidad el hecho artístico comienza cuando el autor original de la publicación, que no sabemos si es un teólogo o un sociópata, decide asociar sentencias de corte teológico a ilustraciones extraídas del banco de imágenes de la cultura popular, procedentes del cine o de los periódicos, y de estas últimas da igual que sean sucesos o ecos de sociedad. Misha lo presenta de un modo literal porque en el fondo es tan potente que nada de lo que se pueda añadir compite con la peregrina propuesta original. Un ejercicio de catequismo ilustrado o la búsqueda de un santoral para la modernidad. Esto no dista mucho del pop art. Las ilustraciones parecen de Roy Lichtestein, pero a condición de que Lichtestein fuera un santurrón. La obra se completa con una edición limitada de litronas firmadas, de las que el público dio buena cuenta, poniendo en peligro la pulcritud del sacrosanto enlosado del museo. Las litronas pasaban de mano en mano como el cáliz de una extraña liturgia. Para aliñar la ensalada dadá, el inclasificable grupo Diadermine puso la música. Más que canción protesta hacen canción pataleo o, en todo caso, crónica. Pies de foto para las convulsas imágenes de hoy. El CGAC se sacudió por una tarde el peso institucional y la gravedad contemporánea de un centro de arte. Refrescante.