La Voz de Galicia
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Normalmente me gusta entrar en una sala de exposiciones desprovisto de literatura adicional. Pero cuando llegué al MACUF, Bernardí Roig y Fernando Castro Flórez mantenían hipnotizado a un heterogéneo auditorio, mitad atónito, mitad entregado. Naturalmente me quedé atrapado por esa especie de comando intelectual o dúo cómico-erudito que forman Bernardí y Fernando, que sazonan su brillantez inagotable con ritmo y humor, y que se desmarcan de esos conferenciantes peñazos, adormecedores de multitudes y expendedores de vanidades. Una vez dentro de la sala ya tienes que enfrentarte a solas con las piezas y ahí, delante de ese espeso caldo de cicatrices, pocas bromas. Es una estatuaria de exvotos blasfemos, de individuos torpes e incompletos, abandonados en un intrincado y rico laberinto psicoanalítico. Moldes logrados a partir de personas, personas vaciadas o personas atrapadas en el interior de esculturas. Los moldes están, pero las personas también. Es como un hospital de campaña donde convalecen las obsesiones y los desvelos oníricos del autor. Las piezas son muy complicadas de fotografiar porque la luz, que debería afirmar, niega. Esto ocurre en una figura que arrastra la luz a su espalda, encarnada en un pesado lastre de tubos fluorescentes. La figura camina hacia la oscuridad, la misma negrura que supone el acto de crear. Una figura de hombre, primorosamente dibujada, descansa el fruto de su vigorosa virilidad sobre una calavera, en un bravucón (aunque inofensivo) ejercicio exhibicionista. Una grosera mirada a la muerte desde la carne. Castro Flórez aparece en un vídeo soltando un inconexo discurso por esa boca. Como si a su divertida verborrea habitual le hurtases todo el sentido y ya fueran solo palabras vomitadas. Castro Flórez tiene  días. También con su padre ajusta cuentas. Aparece suspendido en la pared, tapándose los oídos con las manos y ciñéndose un apretado corsé de tubos fluorescentes, que son como las cananas de un cazador, Acteón quizá. El padre aparece recurrentemente y nunca escucha, ni siquiera a sí mismo. Aún así Roig explica que el hecho de hacer un molde de su padre le permitió tener una experiencia íntima con él: pudo tocarle por fin. A veces Roig se comporta como un chamán.