La Voz de Galicia
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La última que vez que visité a Leopoldo Nóvoa en su estudio de Armenteira estaba trabajando con su asistente. Leopoldo, con las dos caderas operadas, estaba sentado en un sillón de orejas, lijando la volcánica pátina de una de sus piezas; su asistente sujetaba el cuadro inclinado obedientemente sobre él. Era una escena bellísima. Semejaba una pintura holandesa. Un pequeño gabinete bañado por una luz lateral, pintada por Vermeer. Era además una lección para todos esos pintores que se jactan, en un grosero ejercicio de márketing, de que ya no pintan sus propias obras. El asistente ponía el músculo, pero la mano que dibujaba, la que manchaba, la que rasgaba, la que se posaba trémula y a la vez enérgica sobre la tela, seguía el severo mandato de una de las cabezas más decisivas de la pintura gallega. La misma mano que apretaba con firmeza la tuya cuando se despedía para volver con fatiga, pero sin derrota, al interior de su sillón de orejas. Estoy seguro de que entonces seguía pintando. Hacia dentro. Como Matisse encamado en Niza. Como los buenos jugadores de ajedrez, que no necesitan tener un tablero delante para darte mate en tres jugadas.
En otra ocasión, en la galería Atlántica, me pidió que le hiciera una foto con una escultura de Oteiza. La misma sobre la que se apoyaba Salvador Corroto en la foto que este periódico publicó ayer en su obituario. El cosmos no está exento de una cierta ternura.