La Voz de Galicia
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Cuando visitabas a Salvador Corroto en Atlántica, su galería de arte, siempre había un momento en el que te hacía pasar a la trastienda. A eso se le llama fondo de galería. En el caso de Salvador era el auténtico fondo de su alma. Allí convivían grandes nombres del arte español como Rafael Canogar, Farreras, Oteiza y nuestros Leopoldo Nóvoa, Lamazares, Luis Caruncho o Xaquín Chaves. Tenías que estar hecho de cemento armado para no contagiarte de su entusiasmo. Sus ojos brillaban y braceaba con mucho aparato para intentar trasmitir, atropelladamente, todos los secretos que manan de las entrañas de una pintura. Era tan generoso como el óleo cuando abraza suavemente la superficie del lino; tan sensible como el alabastro en las manos con memoria de un escultor; tan apasionado como un violento brochazo de Willem de Kooning; tan comprometido como los primeros destellos del grupo El Paso.
Hay piezas para las que no hay recambio. Piezas que se funden a molde perdido. Ahora que Salvador se ha ido solo podemos recordar su presencia inspiradora y trabajar duro para honrar su legado. La pintura es eterna. Igual que Salvador.