La Voz de Galicia
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Hay una canción de Serrat en la que se cuenta la historia de un hombre que rapta un maniquí, arrebatándolo de un escaparate para prometerle amor eterno. La peripecia acaba en una institución de salud mental. Y no me refiero al matrimonio. Berlanga en su película «Tamaño natural» convertía al inquietante, aunque siempre sofisticado Michel Piccoli, en el tierno enamorado de una muñeca hinchable. Había escenas de celos y de dulce convivencia, escenas de una cierta intimidad neumática. Y tantas turgencias como los pulmones de Piccoli fueran capaces de hinchar. Hay una oscura inclinación de los hombres hacia los objetos inanimados, hacia el frío y dócil tacto del plástico. El plástico nunca te responde ni te obliga a hacer recados. Hay quien ve en esto una metáfora de la incomunicación y de las soledades modernas. Es más sencillo: cuando el hombre no está dotado para la seducción siempre queda el refugio de la compra por catálogo, o el anonimato del cariño on line. Pero es innegable que algunos maniquíes hacen ojitos al comprador. Siempre son elegantes y las ropa les cae admirablemente. Siempre visten de temporada y a la última. Tienen esa delicada altivez de la esfinge, pero a la vez parece que están esperando, como Penélope en el andén, a que alguien los rescate. La fantasía se ciñe a su talle y aunque a algunos les falte la cabeza, jamás decae su porte. Bueno, quizá su porte decae, igual que mengua el magnetismo de su mirada, cuando el maniquí ve acercarse a la turba enloquecida el día de las rebajas. No hay nada ni nadie que pueda frenar a una multitud que olfatea un saldo, una oferta que, como en El padrino, nadie puede rechazar. Entonces al maniquí se le zarandea, se le desnuda, se le convierte en algo con lo que tropezar. El enamorado del objeto sufre viendo cómo a la prenda de su alma se la despoja de toda dignidad, se la degrada a un peldaño inferior, a la condición de una simple percha. Las rebajas son el abaratamiento del glamur. Mi sastre siempre sufre durante las rebajas. Él ofrece exclusividad y no atiende a las masas. Contempla hastiado desde su escaparate, que es un silencioso muestrario del buen gusto en el que las modas no están citadas, a la gente que carga con el dudoso botín de un día de rebajas. Una vez entró en un centro comercial. Las luces y los brillos lo embriagaron al principio, pero muy pronto sintió que le faltaba el aire. Decidió volver al siglo XIX.