La Voz de Galicia
Seleccionar página

La historia comienza cuando el escultor alemán Ulrich Rückriem elige una finca de Monteagudo (Codeseda, A Estrada) para levantar un parque escultórico. Es un cromlech moderno, disgregados sus hitos en un recorrido que presta oídos al territorio, que no pretende imponerse al cristalino sonido del paisaje. Bloques de granito que se comportan como si siempre hubieran estado allí: cuando un artista entiende el lugar en el que interviene, es como si su obra hubiese nacido de la tierra, con la lenta seguridad con la que crece un roble.
El arte contemporáneo es como un mar picado en el que flotan mensajes dentro de botellas. La botella de Rückriem llegó a la playa de Álvaro Negro (Lalín 1973) y éste visitó la finca, cámara en mano, para grabar cada rincón. Volvía una y otra vez al lugar, a veces simplemente para estar en él. Como un pintor impresionista que sale al campo, siguiendo el recto mandato de la retina. Pero con trípode a cambio de caballete. Vídeo a cambio de mancha. Plano fijo contra tela y bastidor. Tardó dos años en lograr un fresco que habla de quietud, de silencio, y que utiliza la luz, herramienta madre de la fotografía, como corpus de una pieza de vídeo contada en seis actos. La película se proyecta hábilmente sobre seis soportes, seis cajas rectangulares que más que pantallas son monolitos. Como los de Rückriem. Una acertadísima escenografía, en la que mucho tiene que ver Ángel Calvo, comisario de la muestra, que hace que el imposible espacio del Palexco (otra vez un arquitecto que concibe una sala de exposiciones como una carrera de obstáculos) desaparezca para hacer visible Monteagudo. Y nada más. El propio Álvaro Negro califica su obra de película-paisaje y el espectador asiste a algo asombroso: puede contemplar el paisaje sometido al dictado del tiempo; puede ver un mismo rincón a distintas horas del día; puede tener todas las luces y todos los sucesos metereológicos gracias a que Álvaro se comporta en esta obra como un coleccionista de atmósferas.
No hay nada nuevo en un pintor que sale al campo. Hay una irrenunciable llamada de la naturaleza, una necesidad ancestral de enfrentarse al paisaje. Igual que un retrato o un bodegón reclaman, a gritos, su vigencia y sus intérpretes. Pero en todo ello hay una responsabilidad contemporánea, a la que Álvaro Negro no rehúye. También hay eso que llaman un artista multidisciplinar. Aunque en esta última última etiqueta acecha una de las taras más peligrosas del actual momento del arte: la prisa. Álvaro negro no tuvo ninguna prisa y en cambio tuvo dos cosas mucho más interesantes: frontalidad y tozudez. Frontalidad para estar presente sin resultar grandilocuente; para elegir encuadres en los que la naturalidad se impone a la tentación pretenciosa de mover la cámara como un cineasta independiente. Tozudez para perseguir los momentos adecuados. Citaré dos de ellos. En el primero una hipnótica nevada cubre toda la finca; la levedad de los copos de nieve precipitándose sobre los pesados bloques de Rückriem es un momento de intensa poesía. En el segundo hay un haz de luz que penetra en la floresta trazando un mágico eje ortogonal que parece fruto de un retoque digital, pero que simplemente se trata de la luz abriéndose paso, polarizada con la misma mágica naturalidad con la que se construye un arco iris. Álvaro se sirvió de su tozudez, insisto, para volver una y otra vez al lugar de los hechos y, aprovechándose de la memoria obtenida, filmar con precisión los recuerdos de visitas pasadas. Filmar sobre la propia memoria es escribir un relato que ya es tan cinematográfico como pictórico. Un pintor en el estudio es dueño del tiempo; un pintor en el campo es propiedad del tiempo. Un amigo me dijo una vez que un pintor, hable de lo que hable, siempre habla de pintura; tenga lo que tenga en las manos, ya sea una cámara de vídeo o una fregona, siempre actúa como un pintor. Álvaro Negro es pintor y cuando mira a través del visor de una cámara, aunque comprende que se trata de lenguaje cinematográfico, siempre respira como un pintor.
La escultura de Ulrich Rückriem actúa como una baliza, un mojón, un objeto imantado con el que buscar las trazas de la sección aúrea, madre de toda composición. Son herramientas para aprehender lo inaprensible. Álvaro Negro recoge las pistas dejadas por Rückriem para tirar del hilo y ofrecerle al espectador este relato. Una lectura documental que completa la obra de Rückriem y genera una obra nueva. Las estaciones y el paso del tiempo alejan de nuevo la prisa y revelan que una misma realidad se transforma en otra cosa cuando la luz o la atmósfera juguetean con la óptica de la cámara. También introducen uno de los elementos que mejor definen el trabajo de Álvaro Negro: la reflexión. La lenta decantación de sus imágenes nos hacen pensar en una visita del maestro Kurosawa a las remotas llanuras del Deza.