La Voz de Galicia
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Hace tiempo que tengo claro que uno no compra la ropa que quiere. Unos pocos tipos listos deciden qué ropa quieren que lleven los demás. Cuando sales orgulloso con tu camisa de cualquier dispensario de Inditex, tu compañero de viaje en el bus, lleva una camisa exactamente igual, vaya por dios. Pero cuando eres tú el que decide comprar algo especial, no puedes. Les pondré un ejemplo. Hace años toda mi ilusión era comprarme una camisa hawaiana. La busqué en tiendas locales y foráneas por doquier. Yo solo pedía palmeras y tucanes. Si un amigo iba de viaje a Brasil, le encargaba una. En Vano. Me enfrentaba a ese severo determinismo con el que el estirado dependiente de la tienda te dice eso de «es que este año no vienen así». No vienen así, vale, pero de dónde¿ Es que existe un lugar ignoto donde una especie de Santa Claus del prèt-a-porter, distribuye mágicamente toda la ropa del mundo? No lo entiendo.
Por fin, en un mercadillo, encontré algo parecido. El tipo que me la vendió, dando por hecho que era para Carnaval, me dijo que la talla no importaba mucho. No tenía tucanes ni palmeras sino guitarras y escenas de naufragios, más que hawaiana era mediterránea. En aquellos días me llamaron hortera. Hoy, como están de moda, cualquier julai tiene la suya: efectivamente ahora vienen así.
Ahora mi capricho eran unos pantalones de cuadros escoceses. En internet, me enteré de que se llaman tartan trousers.
Pues bien, ha tenido que ser en Londres. Memoricé la frase «I am looking for a pair of tartan trousers» y me planté en la oficina de turismo de Escocia, en el 19 de Cockspur Street, muy cerca de Trafalgar Square, donde me dieron varias direcciones de tiendas. Después de unos cuantos «absolutily nothing» con ese tonito británico -mitad amable, mitad afectado- en tiendas de Regent Street y de Oxford Street, me fui al mercado de Portobello. Allí, un tipo disfrazado de Liam Neesson, me dijo que solo se hacían a medida y que eran muy caros. Bueno, en realidad me dijo muchas cosas más, pero solo entendí eso. Estaba decepcionado porque confiaba mucho en Portobello Road y en sus puestos de segunda mano.
Sin embargo, aunque puedes comprar toda la imaginería de la Segunda Guerra Mundial (máscaras de gas, insignias con la esvástica, gorros de cosaco, todas ellas prendas imprescindibles en cualquier fondo de armario) y estupendas chaquetas de tweed escocés a buen precio, no hay ni rastro de los pantalones que hicieran famosos los Sex Pistols.
Ya lo decía el malogrado Ramoncín: «El último punk se suicida en Putney Bridge». Fue lo único sensato que dijo en su vida junto a aquello de «Olvida los sinfónicos y baila». El caso es que el dichoso puente de Putney queda por allí cerca. Mi única alegría fue ver, en el camino de vuelta, al legendario actor británico Terence Stamp subirse a un autobús. Yo juraría que era él: elegante como una esfinge, con la inquietante frialdad del coleccionista.
Cuando lo daba todo por perdido, di con la Highland Store, en el 66 de Great Russell Street, frente al Museo Británico. Entré y solté la frase. No. Estábamos rodeados de faldas escocesas, bufandas y todo tipo de complementos en tartan y el tipo me estaba diciendo que no. Mi compañero de viaje estaba comprándole falditas escocesas a sus niñas y a mi me daba largas. Decidí insistir. Tras un entrecortado intercambio de su tonito británico y mi inglés de Francis Mathews, el hombre subió arriba, como si fuera a buscar una substancia prohibida. Solo tenía esos y no eran rojos sino verdes. El corazón me latía como a un potrillo por la campiña escocesa. Me los probé y eran de mi talla. Casi nos abrazamos, más intercambio de tonitos y sorrys.
Ahora que tengo mis pantalones tartan,modelo Maxwell Ancient (cada clan escocés tiene su propio estampado, es como un blasón) tampoco era para tanto. Ya lo cantaba el poeta García Calvo: «Solo de lo negado canta el hombre, solo de lo perdido». En fin, que conseguí lo que quería pero se me quiaron las ganas de ir de compras.