La Voz de Galicia
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Lo confieso: nunca me he hecho un traje a medida. Cuando hablo de mi sastre soy como un niño que conversa con su amigo imaginario. Como el teniente Colombo, que siempre está hablando de su esposa y esa mujer es un misterioso personaje elíptico: siempre aparece, pero nunca está. De todas formas, siempre que hablo de mi sastre, tomo prestada la imagen de José Luis Iglesias, propietario de la Sastrería Iglesias. Es el segundo establecimiento más antiguo de A Coruña, con 147 años de historia y una distinción de la Real Academia de Bellas Artes. Fui a visitar la sastrería un par de veces, solo para preguntarle a su dueño cosas sobre el oficio, para estar en contacto con lo que yo considero uno de los últimos reductos de la elegancia pura, esencial. Algo así como darse un paseo por Saville Row, la calle de Londres donde se visten los británicos principales, y pegar la nariz en los suntuosos escaparates donde sirven el mejor paño, el mejor tweed. Descubrí que mi sastre era un personaje muy culto, gran lector y anglófilo empedernido. Me enseñó los patrones de papel de estraza con los que proyectaba las perneras de un pantalón. Como los planos de un arquitecto. Pensé que había material suficiente para pintar una serie de cuadros sobre el tema. Allí se respiraba historia, pero de la buena, de la que merece la pena conservar. Ahora que se jubila también se acaba un estilo de hacer las cosas y lo que viene no es mejor. Es más barato, más sostenible y más deslocalizable. Pero no mejor. Hace unos días fui a visitarlo una vez más, para preguntarle si estaba contento con su jubilación. Me respondió, con su indescriptible capacidad para tejer sentencias, que esa palabra viene de júbilo. Estaba contento. Trabajaba en una de las últimas americanas. Me dijo que era para una persona bien hecha, bien proporcionada, fiel al canon. Cuando te mira es un escultor: interpreta tus volúmenes y te hace un vaciado mental. Se inclinó pensativo sobre la mesa de trabajo donde tenía una pieza de la americana recién cortada. Tenía rastros de la tiza que usan los sastres para acotar y trazar las líneas del tiro de una prenda. Era en sí misma una obra de arte. Me dijo que estaba un poco bloqueado. Como un artista. Gustavo Rivas le hizo un retrato como si de un francmasón se tratara; lucía incluso algo que parece el delantal de una logia; pero en lugar de compás blandía una gran tijera, con la que es capaz de construirte una segunda piel. Eterna.