La Voz de Galicia
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Un amigo siempre me decía que Michael Volker Kopa era el fotógrafo que mejor entendía el teleobjetivo. Los fotógrafos de prensa dependemos demasiado del elocuente parloteo de un gran angular. Ya nadie carga objetivos adultos como un 50 mm. Espectacularidad contra naturalidad. A veces estar demasiado cerca, siguiendo las enseñanzas de los padres del fotoperiodismo, nos resta perspectiva. Nos aturulla. Los fotógrafos solemos estar, cuando ocurren las cosas, pegados unos a otros. A veces marcándonos. A veces incluso copiándonos. Ver trabajar a Volker Kopa es como un espectáculo documental. Suele dar dos pasos atrás. Merodea concentrado como un león enjaulado. No participa del comportamiento gregario del pelotón. Tampoco, por supuesto, del buen rollo. A veces se pierde fotos; pero otras muchas trae algo distinto. Porque todos traemos siempre lo mismo.
Antes, cuando había que revelar, el laboratorio era su hábitat. Muchos fotógrafos no han conocido y ya no conocerán ese cargado ambiente químico, esa bermeja atmósfera de night-club donde las imágenes sobrevenían. Volker Kopa se ceñía un chorreado delantal blanco que le hacía parecer un descuartizador. Pero un descuartizador alemán: metódico y conciso. Más de bisturí que de machete. Cuando veías una copia suya sabías, sin ver la firma, que era de él. No solo porque era un magnífico laboratorista, sino porque el blanco y negro era el idioma que mejor hablaba. Las imágenes se corporeizaban ante tus ojos, se salían del marginador. Su fraseo era claro. La nitidez de su mirada, deslumbrante. Cuando entregaba el trabajo solían ser dos o tres copias. Frases cortas. Aún no se descargaban las fotos. Aún no éramos estibadores de píxeles. A veces entregaba una sola foto y era como una sentencia. Inapelable. Rara vez recibía como respuesta esa frase que, junto a la que da nombre a esta sección, invariablemente hace que un fotógrafo tuerza el gesto: «¿No tienes otra?». La foto de hoy posee el indeleble sello de su marca de agua. Frontalidad y equilibrio. Volker Kopa tiene una máquina de componer en la cabeza. Como un geómetra que ordena el espacio con obsesiva precisión y el afilado trazo de un tiralíneas