La Voz de Galicia
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En el rural se escribe mucha crónica negra. También crónica rosa. Pero no de esa que alimenta las fangosas tertulias de sobremesa y convierte en cenicienta a una Pigmalion dueña de una fonética imposible de desbravar, sino la que mana de la sonrosada tez de un cerdo. El suceso conmocionó a la parroquia de Larín en Arteixo. Un falaz robo. O a lo mejor fue un rapto; aunque no hay constancia de ninguna grabación, con voz distorsionada, en la que se amenaza a las víctimas con ser reducidas prematuramente a salami si no se satisface el rescate. No, todo apunta a otra peripecia colateral de la crisis, principio y fin de todo. Pura necesidad. Como aquella triste picaresca de la primera Gran Depresión. En todo caso, seis de las doce cerditas robadas (madres reproductoras de corta edad, de cuyos vientres brotarán en un futuro inocentes cochinillos) aparecieron más tarde en un pequeño coche abandonado, sustraído de la propia granja. La foto, de Juan Ventura Lado, recoge el dramático momento de su rescate, al borde de la asfixia, después de horas hacinadas en el maletero. Las cerditas dejan tras de sí su familiar e intensa peste y un montón de preguntas flotando en esa misma peste. Penetremos en la astuta mente criminal que diseñó el atraco. Un último golpe y me retiro, debió pensar el hampón al asomarse al cuerno de la abundancia. Supongamos que la granja no tuviera alarma. Si las cerdas son tan ruidosas cuando las secuestran como cuando son pasadas a cuchillo en el atávico ritual de la matanza, entonces alguien tuvo que oírlas. Lo que nos deja una sobrecogedora certeza: las cerdas conocían a sus captores. Probablemente alguien de dentro, como en el Calixtino. No sería nada difícil untar a un cómplice. Unto es lo que sobra.
La casuística sobre el hurto porcino es extensa y está profusamente documentada. Está el caso de la señora de Petín a la que le robaron la matanza cuando aún pendía de la viga. Se llevaron todo.
Menos las cacholas. Para esto hay dos posibles hipótesis. La primera es que el ladrón dejó como firma sus preferencias gastronómicas. La segunda, mi favorita, desvela la deslumbrante personalidad de un psicópata. El hombre sería capaz de afanar todo lo que el cerdo, el donante de órganos más generoso y desinteresado que existe, nos ofrece: jamones, lacones, paletillas, tocinos y  casquería para llenar un ciclo de cine gore. Pero no podría aguantarle la mirada a un gorrino.
Entre los dos casos, el de Petín y el de Arteixo, hay una sutil diferencia: no es lo mismo robar jamón que robar la promesa de un jamón. Por eso seis de las cerditas, a las que habría que cebar pacientemente para cobrarse el botín, ya están en casa. Debe resultar difícil pulir mercancía robada para engorde. No sabemos si recibirán tratamiento psicológico. El estrés podría afectar a sus codiciadas entretelas. Y nadie quiere que el pernil sufra.