La Voz de Galicia
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Crítica publicada en el suplemento Culturas sobre la exposición EL ESPACIO INTERMEDIO  que se puede ver en el MACUF de A Coruña hasta el 20 de Octubre

Hay jóvenes artistas, cuyos apellidos ya no acaban en -eiro y cuyas biografías se escriben fuera de nuestro país, que bromean cuando hablan de esta o aquella anécdota, de esta o aquella situación, diciendo: «Esto es una pieza». A ellos el arte les ocurre. Les aburren las tertulias sobre la muerte y la resurrección de la pintura y no están dispuestos a ceñirse para siempre el severo y ascético hábito conceptual. Tienen sentido del humor y un desordenado pero fecundo trastero audiovisual. Ocupan los intersticios que hay entre las diferentes disciplinas y al hilván de esas costuras recorren territorios nuevos. O los territorios de siempre revisitados. Es de lo que va esta exposición. De artistas avisados y de un público que denuncia su desamparo. Y de que, a pesar de este lamentable desencuentro, el artista no debería disculparse (por mucho que se viertan sobre él toneladas de desconfianza) por un discurso demasiado intelectualizado; ni el espectador obsesionarse con entenderlo todo en una primera lectura, a toda prisa, como en la tele. Debe haber un punto de encuentro. No hay objeción a que ese encuentro se despache en el espacio intermedio.
Naturalmente, también hay chapones del arte contemporáneo, capaces de aprehender información el día después de graduarse en Bellas Artes y devolverla reciclada. Basta un breve paseo en góndola por una bienal de arte para animarse, a la vuelta, a presentar una obra resultona. Pero inerte. A estos artistas el crítico Fernando Castro Flórez, presente en la exposición con un vídeo de una conferencia ofrecida de forma performativa en la inauguración, les dedica unas palabritas.
No es el caso del gallego Rubén Ramos Balsa (Compostela, 1978) que ofrece un trabajo de lectura coherente y razonada. Para Ramos Balsa, un folio es la inapelable cara de un paralelepípedo. Una pieza para que Richard Meier pueda levantar una fachada. Ese mismo folio arrugado ya es pura demencia poliédrica, la pesadilla de un papirofléxico. La misma materia sirve a distintos fines y Ramos Balsa observa y documenta. Pero su paseo entre las disciplinas es respetuoso. Trata la fotografía como se debe. La luz es un eficaz colaborador para sus imágenes y hay en ellas una frontalidad abismal cercana a Candida Höfer. La fotografía es capaz de parar el tiempo y fijar el espacio, pero Ramos Balsa demuestra que ambos conceptos, tiempo y espacio, son blandos y permeables. Los límites de la percepción, la repetición y la simetría son sus juguetes favoritos. Una microcámara interpela al borde de un vaso de agua, a su lado una radio estropeada emite un rumor atmosférico; en la sala contigua se proyecta el resultado en una pantalla y entonces el borde del vaso es una bahía y el rumor es el viento que agita las velas. De nuevo se cuestionan los límites de la percepción. Mientras, los chapones se apresuran a releer en vano a Rudolf Arnheim.
Hacer arte político y social es delicado. Se corre el peligro de convertirse en un santurrón muralista o, lo que es peor, moralista. Rogelio López Cuenca lo resuelve con una sucesión freudiana de fundidos de imágenes obtenidas del convulso banco de imágenes que brotan de una rotativa. Las imágenes actúan como estímulos eléctricos que activan cosas distintas en cada espectador. No se toma partido. Hay humor.
La obra en colaboración de Ghada Amer y Reza Farkhondeh, pintada a cuatro manos, propone un enigma de género: se suponía que el porno era para hombres y que las mujeres reunían ramilletes de flores en el campo. Pero es Ghada Amer la que pinta rotundos desnudos de trazo claro, como si Luis Seoane dibujase al dictado de Milo Manara; y es Farkhondeh el que interviene en los desnudos con motivos florares, turbadores a la manera de Mapplethorpe, constituyéndose paradójicamente en el elemento provocador y más gamberro de la obra.
Shirin Neshat, artista iraní afincada en EE. UU., transita por la enorme falla que separa Oriente de Occidente. El papel de la mujer, históricamente varada en espacios intermedios, ocupa su quehacer. Mucho más elocuente cuando adopta el lenguaje cinematográfico que cuando estampa caligrafías de poetas iraníes prohibidas en rostros de mujeres. Ser feminista en el islam debe de ser igual de cómodo como lo fue ser comunista durante el macarthismo. Pero resulta más incisiva cuando utiliza su propia narración visual que cuando se apropia de versos ajenos. No basta con que las imágenes sirvan a una causa justa, las imágenes tienen que procurarse su propio sustento. La propaganda acecha.
Douglas Gordon cierra el quinteto. Un sencillo ejercicio de mail art fue el detonante. Gordon mandó dos cartas el mismo día, desde Oporto y Nueva York a David Barro, que, junto a Mónica Maneiro, comisaría la exposición. Las cartas llegaron con una semana de diferencia. Los carteros, sin saberlo, participaban de la pieza. Las cartas decían «estoy más cerca de lo que piensas» desde Nueva York y «estás más cerca de lo que crees» desde Oporto. De nuevo el tiempo y el espacio. Un lema lo bastante claro para crear confusión o el mensaje que, dentro de una botella, cruza un océano de incomprensión para llegar al público. A David Barro el arte también le ocurre.