La Voz de Galicia
Navegar es necesario, vivir no es necesario (Pompeyo)
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Bartleby ataca de nuevo

 Lo siento. Estoy en pleno síndrome Bartleby, ese mal que afecta a quienes un buen día simplemente dejan de escribir porque quedan sepultados bajo el temible lema: «preferiría no hacerlo».  Creo que la maldición cayó sobre mí el día que se me ocurrió mencionar al escribano de Wall Street en este cuaderno de bitácora tejido con palabras de humo. Aunque lo cierto es que me pongo a revolver en este baúl cibernético y, entre otros artilugios de escaso valor, tropiezo en el blog con cuatro referencias a Bartleby. Nada menos. Curiosa reincidencia. Obstinación, diría. Cuatro machetazos en la clavícula (siempre esta manía con las palabras esdrújulas, qué pelma). Menos mal que la tinta se lleva en las venas y no en la osamenta. Será cuestión de hacerse una transfusión.  

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La ballena blanca

Herman Melville (Nueva York, 1819-1891) escribió dos libros que invocan el silencio. En plata: dos libros que invitan a no escribir ni una sola línea más, a no sumar estériles párrafos a la historia de la literatura, quizás ya consumada en sus páginas. Uno se titula Bartleby, el escribiente, donde su protagonista pronuncia la célebre frase, «preferiría no hacerlo», que Enrique Vila-Matas convirtió luego en lema de los escritores que un buen día deciden callar para siempre: los Bartleby.

El segundo y definitivo navajazo a la yugular del sistema literario se llama Moby Dick y provoca el mismo efecto: quien lo lee se ve aplastado por la abrumadora (y casi castradora) belleza de este texto, que lleva al autor contemporáneo a pensar muy seriamente si merece la pena escribir algo después de llegar, sin aliento ya, a este último y demoledor párrafo: «Entonces volaron pájaros pequeños, chillando sobre el … Seguir leyendo

Paradójicamente

Sólo a  mí se me ocurre citar a Bartleby, el escribiente. Su mera mención, en la anterior entrada de este cuaderno de bitácora, ha tenido en mí un efecto devastador, paralizante, como los venenos que las arañas inyectan en sus víctimas para luego poder paladearlas con sosiego. Hace una semana yo mismo me inoculé la pócima del mal de Bartleby al plantar aquí su nombre y, lo que es más grave, su legendaria sentencia: «Preferiría no hacerlo».

Por eso, hoy, aunque tendría que contar algo sobre Mario Benedetti, que también se ha ido a respirar el polvo de las estrellas, sinceramente, preferiría no hacerlo. Podría, por ejemplo, dedicar a Benedetti uno de mis Inicios de novela. Podría citar el arranque, pongamos por caso, de La tregua, que creo que empezaba así: «Sólo me faltan seis meses y veintiocho días para estar en condiciones de jubilarme. Debe hacer … Seguir leyendo

Bartleby

«Soy un hombre de cierta edad. En los últimos treinta años, mis actividades me han puesto en contacto íntimo con un gremio interesante y hasta singular, del cual, entiendo, nada se ha escrito hasta ahora: el de los amanuenses o copistas judiciales. He conocido a muchos, profesional y particularmente, y si quisiera podría referir diversas historias que harían sonreír a los señores benévolos y llorar a las almas sentimentales. Pero a las biografías de todos los amanuenses, prefiero algunos episodios de la vida de Bartleby, que era uno de ellos, el más extraño que yo he visto o de quien tenga noticia. De otros copistas yo podría escribir biografías completas; nada semejante puede hacerse con Bartleby. Creo que no hay material suficiente para una plena y satisfactoria biografía de este hombre. Es una pérdida irreparable para la literatura. Bartleby era uno de esos seres de quienes nada es indagable, salvo … Seguir leyendo