La Voz de Galicia
Navegar es necesario, vivir no es necesario (Pompeyo)
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Soy de 1971. De los últimos polvos del baby boom. O casi. No recuerdo a Franco. Solo guardo una borrosa memoria de su muerte, supongo que más bien porque alguien me lo contó muchos años después. Ese día los trolebuses -sí, aún había trolebuses entonces en A Coruña– llevaban crespones negros en los retrovisores. No había colegio, pero tampoco dibujos animados por la tele. Un timo de tarde libre.

De aquellos tiempos, de finales de los setenta y principios de los ochenta, conservo mi colección de antiguos Don Miki. Sus contraportadas, que el avispado editor aprovechaba para vender como espacio publicitario, son una especie de enciclopedia sociológica del juguete tardo y postfranquista. Por allí pululaban las huchas Miss Money de Congost: la Ratita era la favorita de los pequeños ahorradores compulsivos; las muñecas de Berjusa: Miniño cantaba Cinco lobitos con pasmosa tenacidad, Minena 1 añito “ya tiene dos dientes y si tú le ayudas anda poco a poco” e Ilsa, que “ya anda y habla sola”; nuevos retos para las inteligencias en desarrollo: “Venciste al cubo mágico ¿podrás con la serpiente mágica de Rubik’s?”; los Hockey Loco y Moto Rallye de Congost; los hermanos Mocosín y Mocosina “¡cuántos vestiditos y cositas tienen!”; y Bimbovisión 2, “por 10 pesetas y 3 envoltorios Bimbo, con diapositivas gratis en Bony y Bucaneros”, que era el pastelito con el que uno iba currándose una dieta autodestructiva de grasas trans y colesterol en vena a la hora de la merienda, justo cuando Super Ratón aparecía en pantalla para soltar: “Amiguitos, no olviden supervitaminarse y mineralizarse”.

Entre aquellas ingenuas y rudimentarias publicidades de la contra del Don Miki sobresalía un duelo soterrado -o tal vez nada soterrado, sino desatado y perfectamente planificado- entre los únicos juguetes que, al menos en los ejemplares de mi colección, repetían con frecuencia anuncio en la última página: los Clicks de Famobil (nadie los llamaba entonces Playmobil) y los Airgam Boys. Mientras los Clicks se promocionaban con una cuidada escenografía del Oeste para vender su diligencia o con una carretera hiperrealista para dar vida a la laboriosa Guardia Click de Tráfico, los Airgam Boys, de fabricación nacional, protagonizaban unos anuncios de icono pop, muy de portada de los discos de la época, a los que solo faltaba aquella etiqueta que a veces pegaban a traición en los vinilos como un extraño mérito sobrevenido: “Anunciado en TV”. El Airgam Boy, en plan estrella emergente del rock hispano, aparecía disfrazado de soldado británico, de esquiador, de piloto de helicóptero, de romano, del circense y ramoniano Airgam Circus, de gendarme parisino con sidecar o de cosmonauta. Pero el modelo preferido por todos los que entonces jugábamos a las guerras en la alfombra del salón era sin duda la caja dedicada a la Guerra Civil norteamericana, con sus soldados azules de la Unión y sus rebeldes grises de la Confederación.

Siempre montábamos la batalla de Gettysburg entre las plantas de mamá y la mesa camilla, y siempre ganaban los del Norte, o sea, los buenos, porque en aquellos tiempos las cosas estaban claras y no hacían falta tantos matices y claroscuros como en esta edad líquida y cuántica que nos ha tocado sobrevivir. Hay que admitir que el anuncio de Don Miki era premonitorio y nítido en este sentido, porque en él aparecía el rampante soldado del Norte pateando sin contemplaciones el culo del doblado sudista. Gettysburg en estado puro.

No se trata aquí de hacer historiografía sobre el auge, esplendor y caída de la familia Magriá, cuyo apellido se convirtió en anagrama de su juguete estrella. Tampoco de redactar un inventario de emergencia de la serie Super Stars de Airgam Comics, con unos superhéroes más yanquis que los propios yanquis de la Marvel. Quien quiera catálogos prolijos de muñecos y atuendos ya tiene la Red, con sus taxonomías y sus sesudos pies de foto para entendidos de la cosa. Ni siquiera se trata de adornarse con una faena de literatura comparada sobre el Airgam Boy y el Click de Famobil. Da igual si medía un centímetro más o si tenía articulaciones con las que todavía hoy sueñan los rígidos y sonrientes Playmobil. De lo que se trata aquí es de hacer una elegía y una reivindicación de los pequeños perdedores de plástico, de esos Airgam Boys y Miss Airgam que ahora deambulan a disposición del mejor postor por Internet, como buques a la deriva a la espera de un friki o un fetichista que los salve del último naufragio.

Porque toda infancia, y a fin de cuentas toda existencia, es una larga cadena de elecciones para quedarse con ese puñado de afinidades electivas de las que hablaba Goethe. En realidad, mucho antes de llegar a Goethe, a los nueve años o así, ya había que escoger entre Madrid o Barça, Rolling o Beatles, Dépor o Celta, mamá o papá, Cola Cao o Nesquik, Geiperman o Madelman, Stallone o Schwarzenegger. Pero sobre todo había que elegir entre Clicks y Airgam Boys.

Yo siempre he sentido una fascinación patológica por los perdedores. Pero no por unos perdedores fracasados cualquiera, sino por los perdedores gloriosos, por los vocacionales, por los que justo cuando tienen el mundo agarrado por las pelotas sobre la palma de la mano deciden largarse a otra parte y empezar de nuevo. O simplemente llegan a la cima y en ese preciso instante lo tiran todo por la borda. Y luego se arrojan ellos mismos por la borda. E incluso tiran la borda por la borda. Así que, fiel a esa tendencia suicida, me quedé con los Airgam Boys, que en algún momento posterior que no recuerdo fueron borrados de la faz de la Tierra por los Clicks. Y aunque ahora cada Navidad tengo en la sala un belén de Playmobil que mi gata Copito se encarga de arrasar metódicamente mientras mordisquea el musgo de pega, no me arrepiento de haber elegido el bando equivocado. Porque tiene que ser muy aburrido ganar siempre. Y porque al quedarme con aquellos Airgam Boys segundones y en vías de extinción ya me estaba forjando una educación sentimental de la derrota que me preparó para que el 14 de mayo de 1994 Miroslav Djukic estrellase una Liga contra las manos de un tal González. Era sábado. Fue la primera de muchas estrepitosas pérdidas. Y eso que aquella Liga se la llevó el Barcelona y yo, además de ser del Dépor y de los Airgam Boys, también soy del Barça. Entonces aprendí que, más que nada, uno se pasa la vida perdiendo contra uno mismo. Justo como los malditos Airgam Boys sobre la alfombra.