La Voz de Galicia
Navegar es necesario, vivir no es necesario (Pompeyo)
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Como el papel tiene sus limitaciones y algunos buenos amigos me han comentado que les había gustado la entrevista, dejo aquí la versión íntegra de la charla que mantuve con Enrique Vila-Matas esta semana en A Coruña. Un enorme placer, claro.

—Se reedita, diez años después, «El mal de Montano» en Seix Barral, el primer libro español que ganó el premio Médicis…
—Es el libro más premiado de los míos, ha tenido cinco premios, entre ellos el Herralde, el Nacional de la Crítica y el Médicis al mejor libro extranjero publicado en Francia, que yo creo que es el más importante de todos los que he recibido en mi vida. Ahora he tenido con Dublinesca el Premio Cunhambebe de Literatura Extranjera en Brasil, que es el Médicis brasileño y que tiene un gran mérito por los finalistas que había.

—Estaban algunos de los grandes: Roth, DeLillo, Vargas Llosa…
—Supongo que porque eran más grandes han decidido eliminarlos [risas]. Ha quedado Hertha Müller de segunda, lo que me provoca una sensación extraña.

—El Médicis supuso su consolidación internacional y múltiples traducciones
—Sí, bueno, ya la había tenido antes cuando El viaje vertical había ganado el Rómulo Gallegos que fue, digamos, el detonante, y luego se produjo con El mal de Montano que supuso ya la explosión internacional, que en realidad vino dada ya por el libro anterior, Bartleby y compañía. Pero El mal de Montano fue el que recogió la cosecha que había provocado la irrupción de Bartleby.

En eso también es un caso singular en las letras españolas, porque hay autores consagrados en España a los que les cuesta mucho salir con su obra al extranjero, hay una cierta endogamia que hace inexportables ciertos textos…
—Sí, bueno… Quizás es lo que sucede con la repercusión que está teniendo Dublinesca tanto en Estados Unidos como en Inglaterra, ha llegado con críticas muy buenas en el New York Times y el New Yorker, es una especie de salto inglés… Es muy difícil de conseguir. La obra ha sido siempre internacional, pero faltaba la parte más difícil que era sobre todo Estados Unidos. Ahora en un teatro “off Broadway”, de la periferia del canon teatral de Broadway, se va a representar una versión teatral de ocho oras de duración de París no se acaba nunca. Son los mismos que triunfaron el año pasado con El gran Gatsby, que también duraba ocho horas, con la lectura completa del libro teatralizada, que es lo que quieren hacer con París… La idea es hacer vida allí en el teatro un sábado o un domingo, durante ocho horas.

Tiene especial mérito triunfar con un libro que evoca a una vaca sagrada como Joyce en el mundo anglosajón, ¿no?
Sí, corría el peligro de que fuera o muy bien o muy mal. Pero el resultado ha sido realmente apabullante en cuanto a críticas.

Volvamos a Montano. El arranque del libro se le ocurrió un día frente al océano Pacífico, ¿cómo fue ese episodio?
No, no se me había ocurrido exactamente. Yo había empezado El mal de Montano y lo tenía solamente puesto en marcha, sin saber muy bien qué iba a ser. Con la llegada a esta casa del escritor chileno Roberto Brodsky, amigo de Roberto Bolaño, que nos dejó su casa frente al Pacífico, ahí se puso un poco en marcha… Brodsky se reía porque me vio media hora pensativo frente al mar, veía mi silueta, y veía que no me movía, pensaba “qué ocurre con este tipo que acabo de conocer y de invitar a mi casa y está ahí fuera…”. Ahí surgió. Estuve pensando frente al océano, estuve pensando en el ruido del Pacífico… Todas las novelas se construyen muy lentamente, a base de reunir datos, apuntar ideas, algunas sirven, otras no… Nombrar una cosa, apuntar, pensar cuáles son las ideas fundamentales del libro y al final esas ideas fundamentales conectan a la hora de escribir. Y digamos que se puso todo esto en marcha en esa playa del Pacífico, la playa de Tunquén, en Chile. Era el fin del milenio, finales de diciembre del 2000, pasé allí una noche inolvidable. Fue un viaje bastante epifánico. Descubrí a Tongoy, que en realidad es un actor francés llamado Daniel Emilfork, al que después conocí en París. En este viaje tuve noticia de él por primera vez, porque una amiga chilena, Carolina Díaz, lo había entrevistado como “el hombre más feo del mundo”. Pasé a llamarlo Tongoy, que era la zona en la que yo estaba frente al Pacífico. Se convirtió en este personaje, Tongoy, el hombre más feo del mundo, que luego visité en París y estaba encantado de ser un personaje de mi novela. Era un hombre encantador, que ya murió. Era un gran actor shakesperiano, aunque se especializó en películas de terror.

O sea, que fue como una de esas epifanías de las que hablaba Joyce.
Sí, bueno, el que yo entonces era salió hablando del ruido del Pacífico, estaba convencido de que el Pacífico tenía un sonido distinto, del que también habla Neruda en un poema donde dice que el Pacífico tiene “un sordo ruido a fragor de batalla antigua”. Y es cierto que tiene esta potencia el ruido de las olas. Fue como un momento interesante dentro del

A ver si el Atlántico, que tenemos aquí al lado y también tiene un ruido especial, también le inspira un nuevo libro.
Veremos.

—Tanto «Bartleby» como «Montano» marcan un cierto punto de inflexión en su trayectoria y abren la senda a esa indagación literaria posterior. ¿Tiene esa misma percepción?
—Tal vez el punto de inflexión venga dado por la repercusión y el alcance que tuvo en cuanto a lectores, y que sigue teniendo, Bartleby y compañía. Visto con la perspectiva actual, lo que hizo fue ponerme más alegre, con más ánimo para continuar con lo que estaba desarrollando desde hace años. Y posiblemente fue lo que facilitó ese ensayo que está en Desde la ciudad nerviosa en el que explico cuál es mi teoría sobre la literatura, reflexiono sobre mi propia obra y que pone en marcha una segunda etapa en lo que yo escribo.

—¿La teoría narrativa se hace al escribir?
—Sí, a la larga se va haciendo. Es muy bueno programar qué vas a hacer con una novela, pensarla mucho antes de empezar a escribirla. También es cierto que, cuando te pones a hacerla, los personajes mismos se inventan a otros personajes y conducen a otros lugares y pensamientos que uno también desarrolla en el libro. Te conducen a un lugar inesperado dentro de un orden que tú has programado inicialmente.

—Arremete en «El mal de Montano» contra el realismo español, tan castizo y tan del siglo XIX, que ahí sigue. ¿Nunca nos libraremos de esa tara?
—Durante muchos años, para escribir siempre he pensado que es necesario tener algún enemigo o estar en contra de una idea, y desarrollar en una novela algo contra una idea. En este sentido, los realistas españoles, que nunca he sabido quiénes son exactamente, forman como una especie de conspiración hispánica en realidad contra la realidad, porque son los menos realistas que he conocido. Creen que la realidad se puede copiar y es un error. Pero bueno, esto pasó un poco a la historia. Ya no siento ese odio por los realistas españoles, me he alejado del contexto español que en aquella época me inquietaba y me preocupaba más que ahora.

—¿Habría que desterrarlos a la isla del Realismo, como decía Chesterton?
—Sí, sí… Todo esto viene de una anécdota muy sencilla. Yo tenía quince años cuando hice mi primer viaje fuera de Barcelona con dos compañeros de colegio. Cuando llegamos a Madrid entramos en el museo del Prado y a mí, que no sabía nada del mundo, ni de la vida, ni del arte, me sorprendió muchísimo que los cuadros de Velázquez los estuvieran copiando pintores de caballete domingueros. No sabía que existía la copia del cuadro, me parecía un trabajo inútil copiar algo que ya existía, me pareció totalmente absurdo. Esto es totalmente naíf por mi parte, pero explica por qué a mí siempre me ha parecido absurdo copiar las estructuras narrativas de la novela del siglo XIX. Me parece absurdo hacer una repetición. Es justo al contrario, todo lo que no es repeticion es diversión para el que escribe. Hay que ser arriesgado, tener cierta valentía, no tener miedo a fracasar y, si se fracasa, escribir otro libro, no temer a tus enemigos, sino todo lo contrario.

Ahí entra también el concepto de literatura como juego, como invención.
Sí, sí. Y no tener miedo al fracaso, porque vas a volver a probar y siempre alcanzarás algo más interesante que si te limitas a comportarte modositamente.

Que es el método de la ciencia: ensayo y error.
Sí, la ciencia, claro, y equivocándose. Se trata de esto. Lo contrario es absurdo, es inútil.

—Ese «establishment» de las letras españolas es reacio a las nuevas tecnologías, donde usted se encuentra muy cómodo.
—Sí, me parece que además lo hago con naturalidad. Estoy en Internet con la web, el blog y leo muchísimo los periódicos digitales y los blogs, son un instrumento muy útil para mí.

—¿No teme el apocalipsis digital que auguran algunos?
—No, es que España sigue siendo un país muy conservador donde a la gente le cuesta mucho comprender los avances, ya pasaba lo mismo con el cine. Ha costado mucho y cuesta. Tenemos a los políticos, por ejemplo, que al final han comprendido la fuerza de Twitter y de Facebook, pero que son aburridísimos, como ellos mismos, en sus Facebook y Twitter, o sea, que no han comprendido de qué se trata.

—¿Están en Twitter los aforismos de nuestro tiempo?
—Bueno, Twitter solo es escritura cuando hay algún aforismo brillante…

—Estaba pensando, por ejemplo, cuánto le gustaría a Ramón Gómez de la Serna usar Twitter.
—Bueno, es que Gómez de la Serna era un tuitero, ¿no? Lo he seguido leyendo a lo largo de los años y tiene algunos aforismos donde acierta fantásticamente y otros muy flojos, pero quizás es porque escribió mucho.

—Se halla entre «Bartleby y compañía» y «El mal de Montano» un libro único, titulado «Desde la ciudad nerviosa, donde disecciona su ciudad, Barcelona. Definió esta obra como una colección de textos atípicos donde se mezclan ensayo, ficción, autobiografía y el género del viaje interior. Pero esta definición valdría para el conjunto de su obra, ¿no?
—Sí, aunque he ido cambiando y mezclando de forma diferente esta combinación en cada libro. Por ejemplo, en Aire de Dylan, mi último libro, no hay ensayo prácticamente, sino material sobre todo narrativo, aunque mezclado con una reflexión de orden moral y literaria en torno al posmodernismo y la necesidad de que nos volvamos a relacionar con el modernismo, y también en torno a la imposibilidad de que nos volvamos a relacionar con el modernismo. En Aire de Dylan he colocado un padre que representa un personaje con muchas caras y heterónimos, que representa al posmoderno, enfrentando a un hijo que desea ser auténtico, que es lo que más detesta el posmoderno, la autenticidad. Un mundo de retorno a lo clásico enfrentando a un mundo posmoderno, en decadencia. Y no he sacado consecuencias, solo he hecho preguntas en torno a esas diferencias.

—¿Volveremos a lo genuino o es un retorno imposible?
—No va a ser posible, el mundo ha cambiado tanto que el enlace con lo anterior resulta muy difícil. Pero al mismo tiempo se puede escribir sobre esa imposibilidad de enlazar con el modernismo. Es curioso, pero también se puede escribir sobre el hecho de que no tenemos futuro y, al mismo tiempo, esa es la única posibilidad de futuro que tenemos, en contra de lo que piensan algunos que creen que este tipo de literatura conduce a un callejón sin salida; pero no, precisamente es el único callejón posible para escapar del callejón sin salida real. En el fondo, ser conscientes de que no es posible conectar con el modernismo. Ese futuro solo lo tenemos escribiendo que no tenemos futuro. Porque mientras decimos que no tenemos futuro, que en el fondo no es más que una figura retórica, estamos trabajando en el presente, aunque sea en las ruinas de algo. Ahí es donde se mueve mi literatura en estos momentos.

—¿Sería entonces la literatura una forma de escapismo?
—No, escapismo, no, ninguno. Conciencia de situación ruinosa y reflexión sobre esa situación desde el fondo de las ruinas.

—Elevarse, no escaparse.
—Sí, es todo lo contrario de dar por muerta la literatura, sino saber que lo está para poder emerger de esas ruinas.

Podemos seguir jugando, entonces.
-Siempre, hasta hoy en día no ha desaparecido la literatura, que sepamos, ¿no?

No.
Tampoco va a desaparecer en el futuro si está en manos de gente que es consciente de su situación crítica, porque los que alegremente van repitiendo la novela decimonónica, pues pueden ser grandes escritores, como Iris Murdoch, pero simplemente se dedican al entretenimiento, que ya es mucho, ¿no?

No innovan.
Estoy hablando de Iris Murdoch, que es una gran escritora. Es compaginable con los que mantienen viva la llama del presente, que también existe, aunque sea más pasajero.

¿Sigue definiéndose como un hombre enfermo de la literatura?
Hubo una confusión, la gente cree que yo estoy enfermo de literatura, pero cuando yo estoy solo en mi casa estoy viendo partidos de fútbol… Sí es cierto que supe, creo, darle un nombre a un síntoma con el que se identifican algunas personas. Otros están enfermos de televisión, pues yo hablé de los enfermos de literatura, que sí existen, pero el síntoma no tenía un nombre concreto hasta que yo se lo dí y ha quedado.

¿En qué anda trabajando?
Ando trabajando en una novela que vuelve a mezclar con la biografía y el ensayo, la más ambiciosa digamos que he hecho hasta ahora. Creo que estoy en un momento en el que puedo atreverme a hacer este libro que estoy haciendo. Y no quiero decir nada más…

—Barcelona ha estado más nerviosa que nunca estos días… ¿Como ha visto las elecciones?
—Ha aparecido un Parlamento muy plural, que indica algo muy sano que es una pluralidad en un país como Cataluña. Y un Parlamento tan plural plantea problemas complejos, que exigen soluciones complejas a través del arte de discutir.

Foto:  Paco Rodríguez.