La Voz de Galicia
Navegar es necesario, vivir no es necesario (Pompeyo)
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En su última novela, , Enrique Vila-Matas (Barcelona, 1948) salta de Dublín a América en la enésima vuelta de tuerca del autor a su obra única.
—Después del «salto inglés» de «Dublinesca» ahora emprende una especie de «salto americano».
—Se puede decir también que de la Odisea dublinesa (Ulises) he ido a parar a mi barrio de Barcelona (Ítaca), porque es en ese barrio poco conocido de mi ciudad (la calle Buenos Aires y alrededores), donde suceden gran parte de los hechos que narra mi novela.
—Digo lo del «salto americano» porque también hay aquí una atmósfera del cine de los hermanos Coen, de esa capacidad que tienen de hallar y de narrar lo asombroso (y a veces lo monstruoso) en medio de lo cotidiano, que precisamente es otra clave de su obra.
—Para ciertos momentos de la novela tuve presente  de los Coen. Un «salto americano» en la calle de Buenos Aires de Barcelona. La verdad es que cuando veo películas de los Coen me divierto enormemente con ellos. De haber hecho cine, seguramente me habría parecido a ellos, aunque no les habría llegado nunca ni a los zapatos. En cualquier caso, algo está claro: compartimos un cierto sentido del humor. Ahora solo queda por esperar que los Coen quieran leer . Si alguien los conoce, les puede decir que ya pueden ir preparándose para filmar en Barcelona.
—Si mis cuentas no fallan es su novela número 25. ¿Podemos hablar de que en el fondo está escribiendo una única novela?
—Siempre he dicho que trabajo en una obra en la que todo está conectado. En cada libro doy una vuelta de tuerca más.
—En obras recientes exploraba los abismos y se asomaba bajo la piel de personajes enfermos o en proceso de demolición, pero en esta obra se identifica con Lancastre, un autor muerto. ¿Es quizás una mirada desde el fondo de la piscina como la de William Holden en «El crepúsculo de los dioses»?
—Me critico a mí mismo en el libro y la verdad es que, al imaginarme muerto, me siento más libre para hacerlo.
—Vuelve a ocuparse aquí de la compleja relación entre padres e hijos. Lancastre está muerto y Vilnius, bajo su sombra hamletiana y kafkiana, se empeña en construir un Archivo General del Fracaso. ¿El hijo siempre fracasa desde la perspectiva del padre?
—No sé cómo fue que imaginé que, a través de un leve golpe en la cabeza, un hijo heredaba de golpe (y nunca mejor dicho) la memoria y experiencia de su padre. Ese fue uno de los motores de arranque del libro.
—Otro motor es la frase «Cuando oscurece siempre necesitamos a alguien», atribuida a Fitzgerald, que recorre la novela. ¿Resume en cierta medida esa historia del fracaso o de la demolición, como decía el propio Scott Fitzgerald, que es en el fondo la vida?
—Claro. Mi novela ilustra aquel famoso comienzo de  del propio Fitzgerald: «Claro, toda vida es un proceso de demolición». Hay un tipo de demolición que parece producirse con rapidez, y otro que se produce casi sin que uno lo advierta, pero lo que nunca falla es esto: la vida, a la hora de destrozarnos, tiene la terca paciencia de la marea.
—Y además de reivindicar el derecho al fracaso, que también es un arte, reivindica el derecho a la contradicción, que es el derecho a la reinvención de uno mismo, ¿no?
—Exacto. Algo que recuerda al Dylan de , aquel disco con el que nuestro cantante confirmó una vez más que su gran fuerza residía en no estar nunca donde se le esperaba.

Foto www.enriquevilamatas.com