La Voz de Galicia
Navegar es necesario, vivir no es necesario (Pompeyo)
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Amaba los números y su cartografía exacta de las cosas, pero también le fascinaba el tenebroso caos que reina en la mente humana. Ernesto Sábato, que cumpliría cien años el próximo 24 de junio, hizo literatura hasta con la toponimia de su vida: nació en Rojas y murió en Santos Lugares (siempre en la órbita de Buenos Aires). Primero trató de comprender el universo a través de la física y se dejó las pestañas indagando los secretos de los rayos cósmicos en los laboratorios del Instituto Curie de París y del MIT. En 1939, al borde de la Segunda Guerra Mundial, París ya no era una fiesta, pero sí era un hervidero de creadores, revolucionarios y bohemios, que reinventaban el mundo en las madrugadas de las buhardillas. Allí Sábato se contagió del virus surrealista y se conmovieron los cimientos de su cerebro científico, que empezaba a derrapar hacia esas otras formas de conocimiento que llamamos arte y literatura.
A su regreso a Argentina en los cuarenta, se sumó a la guarida libresca de Borges y Bioy Casares y echó el cerrojo definitivamente a su paso por la ciencia. El doctor en física se transformó en escritor con la publicación de su ensayo Uno y el universo (1945) y de su célebre novela El túnel (1948), en la que acuñó un estilo sin filigranas más preocupado por explorar las tormentas de la mente que por jugar con los adjetivos.
Definió el horror en el estremecedor informe Nunca más (1984), documento en el que se da cuenta de las 30.000 muertes y desapariciones ordenadas por la dictadura entre 1976 y 1983, y pintó Argentina de un solo trazo en esta frase gloriosa: «El mundo nada puede contra un hombre que canta en la miseria».