La Voz de Galicia
Navegar es necesario, vivir no es necesario (Pompeyo)
Seleccionar página

Tuvo que ser en Buenos Aires, refugio y santuario de la literatura española durante la larguísima posguerra, donde vio la luz, hace ahora sesenta años, en febrero de 1951, La colmena, la gran novela coral de Camilo José Cela (Iria Flavia, Padrón, 1916-Madrid, 2002). La censura franquista no dejó llegar el texto a la imprenta en su primera intentona y por eso Cela se largó con su manuscrito bajo el brazo a Argentina, donde lo publicó el prestigioso sello Emecé Editores. Los lectores españoles, salvo los que consiguieron el libro por los truculentos canales alternativos, tuvieron que aguardar más de cuatro años, hasta octubre de 1955, para leer la narración de Cela en la segunda edición, de la casa barcelonesa Noguer, con las maravillosas ilustraciones de Lorenzo Goñi que se mantuvieron en las siguientes versiones. 

En su Nota a la primera edición, el narrador despacha sin mayores detalles el hecho de tener que publicar en Buenos Aires su texto: «Mi novela -por razones particulares- sale en la República Argentina; los aires nuevos -nuevos para mí- creo que hacen bien a la letra impresa». Las razones eran ciertamente de propiedad particular, pero no del autor, sino de los censores, que no vieron con buenos ojos que parte de la trama transcurriese en una casa de citas ni mucho menos el retrato nada amable (aunque sí entrañable) que dibuja Cela del gris Madrid de 1942, una fiel estampa de la cruda posguerra española. «Una humilde sombra de la cotidiana, áspera y entrañable y dolorosa realidad», sentenciaba entonces el escritor. 

Como recuerda el historiador Carlos Fernández en su Bibliografía básica de Camilo José Cela, el prosista gallego ya había tenido un fuerte encontronazo con los funcionarios del régimen al publicar La familia de Pascual Duarte. «Tuvo numerosos problemas con la censura de la época. El libro de Justino Sinova La censura en la España franquista transcribe una carta de un alto mando del Ministerio de Información en la que señala que dicha obra, ?nauseabunda y siniestra?, le había impedido dormir durante varias semanas».

Ni siquiera el autor se había molestado en la primera edición en realizar un recuento detallado del «torrente o colmena de gentes» de la novela. Hablaba en 1951 Cela de una cifra notablemente inferior a la que luego había plasmado sobre el papel: «Los ciento sesenta personajes que bullen -no corren- por sus páginas me han traído durante cinco largos años por el camino de la amargura». Ya en la cuarta edición (1962) el editor replica cordialmente al maestro: «Se trata de un cálculo muy modesto por parte del autor; en el censo que figura en el presente volumen, José Manuel Caballero Bonald recuenta doscientos noventa y seis personajes imaginarios y cincuenta personajes reales: en total, trescientos cuarenta y seis».

Las desventuras de Martín Marco y demás pájaros que pululan por el café de doña Rosa han sobrevivido casi sin rasguños al paso del tiempo, que, más que deteriorar la novela, subraya las carencias de la aséptica prosa actual. «Pero -apuntaba Cela en 1955- no merece la pena que nos dejemos invadir por la tristeza. Nada tiene arreglo: evidencia que hay que llevar con asco y resignación. Y, como los más elegantes gladiadores del circo romano, con una vaga sonrisa en los labios». Como los vapuleados personajes de esta Colmena imperecedera.

Y como hemos empezado con la escena final de la película La colmena, de Mario Camus,en la que el propio Cela hace un fugaz cameo como inventor de palabras, volamos ahora al arranque de la gran novela celiana:

«No perdamos la perspectiva, yo ya estoy harta de decirlo, es lo único importante.

Doña Rosa va y viene por entre las mesas del Café, tropezando a los clientes con su tremendo trasero. Doña Rosa dice con frecuencia «leñe» y «nos ha merengao». Para doña Rosa, el mundo es su Café, y al dedor de su Café, todo lo demás. Hay quien dice que a doña Rosa le brillan los ojillos cuando viene la primavera y las muchachas empiezan a andar de manga corta. Yo creo que todo eso son hablaudrías: doña Rosa no hubiera soltado jamás un buen amadeo de plata por nada de este mundo. Ni on primavera ni sin ella. A doña Rosa lo que le gusta es arrastrar sus arrobas, sin más ni más, por  entre las mesas. Fuma tabaco de noventa, cuando está a solas, y bebe ojén, buenas copas de jovén, desde que se levanta hasta que se acuesta. Después tose y sonríe. Cuando está de buenas, se sienta en la cocina, en una banqueta baja, y lee novelas y folletines, cuanto más sangrientos, mejor: todo alimenta. Entonces le gasta bromas a la gente yles cuenta el crimen de la calle Bordadores o el del expreso de Andalucía».