La Voz de Galicia
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Las novelas se la juegan en su arranque. En el primer párrafo. Aún diría más: en las primeras cinco líneas. O triunfan en esa distancia corta o se quedan en el baúl de las asignaturas pendientes. Y no estoy hablando de «enganchar al lector», que no tengo ni idea de en qué consiste (sólo sé que eso lo hacen mucho los autores de best-sellers, enganchan al lector y luego lo tiran por ahí, cuando se quedan sin argumentos literarios). No. Estoy hablando de literatura de verdad. Como la del francés Patrick Modiano. Así arranca su Calle de las Tiendas Oscuras:

«No soy nada. Sólo  una silueta clara, aquella noche, en la terraza de un café. Estaba esperando que dejara de llover, un chaparrón que empezó en el preciso momento en que Hutte se iba».

Modiano insiste a menudo en una tesis que, a pesar de su aparente obviedad, resulta imprescindible recordar: él ya no puede escribir como los totémicos autores del siglo XIX porque, sencillamente, no estamos en el siglo XIX. No puede, apostilla, levantar sus novelas como si construyera una catedral o un venerable monumento, ni puede dedicarse a describir bonitos paisajes rurales. Porque su mundo es urbano y su relación con él es fragmentaria. Ya no hay unos sólidos cimientos a los que aferrarse. Por eso, sus personajes se revuelven en un combate interior, a la caza de su memoria y de su identidad.

La memoria y la identidad, que en aquel canónico y ortodoxo XIX se tomaban como un mero dato o punto de partida, ahora hay que conquistarlas a golpes, con los músculos desgajados por la pelea (aunque esta sea solo contra uno mismo). Quizás por eso, porque sus desnortados protagonistas son una forma contemporánea de los noctámbulos perdedores que habitaban en los guiones del antiguo y hermoso cine negro, la narrativa de Modiano tiene un tono detectivesco, tallado con frases breves y rotundas como puñetazos.

 En esta sugerente atmósfera de la novela negra se mueve también Modiano en Calle de las Tiendas Oscuras, narración con la que ganó el premio Goncourt en 1978. Su protagonista, el sabueso desmemoriado Guy Roland —aunque este sea solo uno de los múltiples nombres con los que aparece en el volumen—, se dedica a saltar de pista en pista a la busca de su yo, sepultado bajo la amnesia. Roland, que trabajaba en una agencia de detectives que echó el cerrojo por la jubilación del propietario, se convierte así en perseguidor de sí mismo, en cazador de su propia sombra, para lo que tendrá que rastrear sus huellas en los recuerdos de los personajes que se van cruzando en el itinerario por diferentes escenarios, con su centro existencial en el París ocupado por los nazis. La búsqueda, por supuesto, apenas desvela ciertos senderos de su laberinto vital, por lo que ya a punto de rematar la novela encontramos la desolación del protagonista al descubrir que no hay grandes certidumbres a las que agarrarse: «Hasta ahora todo me ha parecido tan caótico, tan fragmentario… Retazos, briznas de cosas me volvían de repente mientras investigaba… Pero, bien pensado, a lo mejor una vida es eso» (página 220).

Modiano no anda demasiado desencaminado cuando concluye que no es la amnesia, sino la propia vida la que desbarata una estructura que creíamos firme y que solo se compone, al fin, de unas finísimas hebras que llamamos recuerdos y que tal vez se escondan en esa calle de las Tiendas Oscuras que todos custodiamos en la recámara del cerebro.