La Voz de Galicia
Navegar es necesario, vivir no es necesario (Pompeyo)
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Recapitulemos. Tenemos el viaje alrededor del cráneo. Y el viaje alrededor del propio cuarto. Pero hay otra forma de viaje breve, de viaje de andar por casa, que consiste en limitarse a pasear por el barrio, sin poner un pie más allá de las fronteras ficticias (o reales) de ese territorio primigenio, casi uterino, en el que nos sentimos tan cómodos como bajo la luz del flexo del hogar. A mí, a veces, me entra ese vicio de no salir del barrio. Curiosamente, he observado este fenómeno en ciertos habitantes de las grandes ciudades, que renuncian a explorar el resto de la urbe y se aferran a su rincón, a su café e, incluso, a su esquina en la barra del café. El auténtico indígena del barrio no lo abandona jamás. Es un Robinson que sobrevive con los nutrientes que encuentra en su pequeño pedazo de acera. Luego, claro, llegan los colonizadores, con sus franquicias, sus multinacionales y sus movidas, y el barrio se convierte en una especie de Disneylandia solo para turistas. Y a Robinson lo disfrazan con un traje folclórico para que los guiris le saquen fotos y le pidan autógrafos.

Pero volvamos al viaje de barrio. En todos los lugares en que he vivido siempre he detectado la presencia de una línea imaginaria, que yo llamo línea Maginot, que, por alguna extraña razón, actúa como frontera entre el barrio en el que habito y el resto de la ciudad. Cuando vivía en Barcelona, en el barrio de Gràcia, en la calle Perill (Peligro, dónde si no), la frontera imaginaria era travessera de Gràcia. Cruzar la travessera era abandonar el mundo conocido para explorar quién sabe qué extraños territorios. Los antiguos escribían en los límites de los mapas: «Aquí hay leones». Yo no sé si había o no leones, pero por si acaso no atravesaba la calzada.

En A Coruña he vivido ya en cuatro lugares diferentes, y siempre he tropezado con esa línea Maginot que, durante semanas, no me apetece atravesar. No por nada, sólo porque me siento un poco desamparado más allá de mis murallas mentales. Ahora vivo en la Ciudad Vieja, junto a la puerta del jardín de San Carlos donde se levanta la sepultura de sir John Moore. Como estoy en un extremo de esta península urbana, el Atlántico rodea casi todos los senderos imaginarios, así que por ese lado marítimo no hay peligro, el oleaje establece los límites. Pero hay un itinerario posible, que atraviesa la plaza de María Pita y que conecta mi barrio con el resto de A Coruña. Ahí tropiezo. Contra esa línea Maginot me estrello a menudo. Y reboto. No logro ir más allá. ¿Será que me estoy convirtiendo en un hikikomori de mi barrio?