La Voz de Galicia
Girando en círculos sobre la música pop
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Ya está. La alta cultura ha acogido en su regazo a ese primo lejano llamado rock, otorgándole el Nobel a Bob Dylan. Carente de la historia de otras artes, la música endemoniada que sacudió a Occidente en los cincuenta lleva luchando porque se la acepte como cultura oficial desde hace décadas. Las mismas con las que se ha ido despojando de su punto transgresor original. Ahora, que los bancos se anuncian con guitarras eléctricas, va y la Academia Sueca abre la puerta al que fue el sonido del mundo moderno. Lo hace de un modo extraño: poniendo sobre la mesa sus valores literarios. Es decir, aceptándolo por una parte, no por el todo.

Dylan es mucho más que poesía. En su caso, lo principal no se encuentra tanto en el qué como en el cómo. Lo vi por primera vez en directo, con 17 años y mi inglés precario. No sabía lo que decían sus letras. Pero estas, vivas y fuera del papel, me golpearon con una violencia inusitada. No se trataba de la fortaleza de Iron Maiden o los puñetazos verbales de Public Enemy, sino de una agresividad desconocida para mí. Retorcía palabras. Estiraba vocales. Escupía consonantes. Todo mientras trazaba lineas atropelladas. Ese modo de interpretar me enamoró y siempre ha sido un placer encontrarme con su reflejo, sea en PJ Harvey, sea en War On Drugs, sea en nuestro Xoel López.

Pero, aparte del fraseo, se debe acudir a lo obvio: la música. Desde los esqueletos folkies de la época protesta a la revisión del blues de sus últimos tiempos. Uno, siguiendo a la mayoría, profesa una especial predilección por el período electroacústico de mediados de los sesenta. Esa música, entre el poder y la delicadeza, con melodías que se reinventaban a cada estrofa, representa una de las cimas creativas del siglo XX. Y su influencia resulta apabullante. A veces, no reconocida. ¿Alguien recuerda a Belle & Sebastian? Pues démosle una escucha al Bringing It All Back Home (1965) antes de rescatar el If you’re Feeling Sinister (1996) de los escoceses. Será muy revelador.

Cabe la posibilidad de llevarlo a un cuadrado, subrayando al Dylan personaje y los quiebros imprevisibles que ha dado en su vida. Pero lo dejaremos en un triángulo que, ahora sí, encuentra un vértice final: unas letras mayúsculas escritas en el minúsculo soporte de la canción popular. Desde ahí han entrado en el terreno del himno generacional (The Times They Are A-Changin), la explosión surrealista llena de imágenes mágicas (Visions Of Johanna) o la lírica a corazón abierto (todo el disco Blood On The Tracks de inicio a fin) mereciendo, sí, todo tipo de aplausos. Aunque siempre como parte de un todo más complejo. Porque Dylan no es solo poesía (pero me gusta).