La Voz de Galicia
Girando en círculos sobre la música pop
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FUE EN 1964 CUANDO THE HIGH NUMBERS LANZARON SU PRIER SINGLE. DOS SEMANAS DESPUÉS SE REBAUTIZARÍAN COMO THE WHO Y TRENZARÍAN UNA DE LAS TRAYECTORIAS MÁS MÍTICAS DE LA HISTORIA DEL ROCK. TRAS LA REVISIÓN «DELUXE» DE SUS DISCOS MÁS EMBLEMÁTICOS EN LOS ÚLTIMOS AÑOS, AHORA CELEBRAN ESTE 50º ANIVERSARIO CON UN RECOPILATORIO («HITS 50») Y UNA GIRA ¿FINAL?

The Who son el grupo del calambre y del poderío. Del calambre, al lograr canalizar en el riff y el estribillo de I Can’t Explain ese eléctrico remolino de sensaciones adolescentes que tanto cuesta explicar y en el que se siente en una mezcla de confusión, miedo y excitación. Y del poderío, al convertir la secuencia de tres guitarrazos de Baba O’Riley en una fornida demostración de rock expansivo, con el músculo contraído y la mirada al infinito.

La primera se editó en 1965. La segunda, en 1971. Simbolizan, en cierto modo, las dos grandes eras de una banda que cumple este año medio siglo de vida. También captan perfectamente el momento en el que vieron la luz. Primero, la eclosión de la cultura pop juvenil en el Swinging London de mediados de los sesenta Y segundo, el trasvase del rock de los clubes a los estadios, con su consiguiente endurecimiento en los primeros setenta En medio, cuatro británicos inadaptados que buscaron en la música un refugio. Lo encontraron y sirvieron de altavoz a varias generaciones con una extraña y adictiva mezcla de arrogancia, inseguridad, celebración y tristeza.

En efecto, a poco que se escarbe en la obra de la banda de Roger Daltrey (voz), Pete Townshend (guitarra y voz), John Entwistle (bajo y voz) y Keith Moon (batería) surge el fantasma la frustración urbana juvenil. Una vez más el rock abría sus brazos a los feos, inadaptados y exhibicionistas que no encontraban su lugar. Y le proporcionaba amplificadores y vatios para exorcizar demonios. Ellos lo aprovecharon para lanzar proclamas del tipo «¡Espero morirme antes de hacerme viejo!» (My Generation), introducir caos sonoro en sus singles irresistibles y escenificar la autodestrucción destrozando sus instrumentos sobre el escenario.

Así, explosionando en clubes y apariciones televisivas, lograron impactar lo suficiente para que una masa de fans decidiera convertirlos en sus ídolos. Carecían del carisma simpático de The Beatles. También del glamur peligroso y ambiguo de los Stones. Tampoco eran capaces de armar discos tan sólidos como Revolver o Aftermath. Pero había algo sincero y auténtico en su música que atrapaba. Más allá de la urgencia pop de Anyway, Anyhow, Anywhere, The Kids Are Alright o My Generation y de un apabullante directo, se producía en ellos la conversión sonora del contradictorio sentir juvenil.

Ninguno de sus coetáneos logró atrapar mejor esa mezcla de angustia y ganas de vivir que se siente entre los 15 y los 25 años. Es ese «vacío adolescente» al que cantarían años después en Baba O’Riley, inspirada en las enseñanzas de Meher Baba, guía espiritual al que siguió Pete Townshend. También se reflejarían luces y sombras vitales en el protagonista de Tommy (1969), un joven que había desconectado sus sentidos del mundo. Y, por supuesto, en el relato del entusiasmo y posterior desengaño con la subcultura mod de Quadrophenia (1973). En todos hay trazos biográficos de Townshend, compositor principal. De su conflictiva personalidad salieron algunos de los mejores momentos de la historia de un rock que el guitarrista empleó de continuo como purificador.

UNA NARIZ MUY GRANDE

En el rostro ovalado de Townshend sobresale una enorme nariz. Ello provocaría tempranas burlas en el colegio de las que surgiría un complejo que iba más allá de sus compañeros de clase. Lo confesó el propio guitarrista: «Mi madre era muy bella y se había casado con un hombre guapo, pero habían tenido este hijo tan vulgar. De niño ya podía notar su decepción. De alguna manera, tan pronto como crecí fracasé en el intento de interesarle. Sentía que debía demostrarle algo, así que decidí que me haría millonario». Cumplió su promesa.

En la primera mitad de los sesenta encontró a sus aliados. Primero John Entwistle, bajista impertérrito de técnica prodigiosa. Sobresalía precisamente por su quietud en medio de tanta pirotecnia. Este le presentaría a Roger Dartley, rudo y enérgico cantante que por aquel entonces militaba en The Detours. Y, por último, aparecería en escena Keith Moon. Venía de tocar la batería en The Beachcombers e impresionó desde el primer momento. El mito reza que destrozó parte del instrumento en su primera audición para The Who y todos quieren creerse los mitos. Esa actitud sería norma en el futuro. Gracias a su personalísimo estilo, se convertiría en uno de los grandes baterías de la historia.

En 1964 la rueda ya estaba girando. Y el éxito resultó instantáneo. Se aliaron con el publicista Pete Meaden que dirigió todos sus esfuerzos a vincularlos al movimiento mod que se encontraba en plena efervescencia. Así lanzaron como sencillo I’m The Face. Exalta, en clave de rhythm and blues, la figura del face, ese personaje magnético y con carisma que marcaba la tendencia para los otros mods. El disco salió a nombre de The High Numbers, considerados el primer grupo 100% mod de Londres. Al poco se rebautizaron como The Who, conquistaron el club Marquee y empezaron a escribir la leyenda.

Aunque entre los mods existan otros mitos tan o más válidos, lo cierto es que The Who se convirtieron en el gran icono popular de esa cultura. Jugando con el pop-art, el desenfado y su reciclaje de la música negra dejaron extraordinarias píldoras recogidas en los álbumes My Generation (1965), A Quick One (1966) y el ligeramente psicodélico The Who Sell Out (1967). Esa primera etapa, irregular en lo creativo y marcada por unas anfetaminas que se relevarían por el LSD, concluyó con el primer no a la drogas de Pete Townshend. En 1968 se casó, se entregó a la paz espiritual de Meher Baba y adoptó un interés religioso. Pero ese mismo carácter vulnerable que mostraba en sus canciones le jugaba malas pasadas. Las recaídas que se acompañaban de infidelidades y vuelta a los excesos con drogas y alcohol se producían de continuo.

Pese a todo, esos vaivenes psicológicos no afectaban al rendimiento grupo. En esa bisagra entre los sesenta y los setenta se produce la que comúnmente se considera la etapa de máximo esplendor. Más fuertes que nunca en directo —ahí está para atestiguarlo Live At The Leeds (1970)— grabaron una secuencia de discos prodigiosos. De inicio con la ópera-rock Tommy (1969), singular islote en todas las corrientes del momento. Después con un Who’s Next (1971) que inyectaba testosterona hard y le añadía electrónica. Y, ya por último, el magistral Quadrophenia (1973), carente de canciones emblemáticas por sí solas pero posiblemente su obra más elevada a nivel creativo.

A partir de ahí empezarían los titubeos, con discos muy inferiores y una decadencia que afectó a sus directos. En uno de los conciertos de la presentación de Quadrophenia, Keith Moon se desmayó. Su vida de excesos empezaba a pasarle factura. En 1978 murió tras una sobredosis de Clometiazol, un sedante usado para controlar los efectos de la abstinencia del alcohol. Semanas antes se había editado Who Are You (1978). No fue el final. Pero como si lo fuera. Aunque grabarían discos como Face Dances (1981) o It’s Hard (1982), The Who ahí se convirtieron en pasado. Aparecerían en ocasiones especiales, revisando viejos discos o celebrando aniversarios. ¿El último? Su medio siglo. Se celebrará con una gira mundial en el 2015. Promete ser la última.