La Voz de Galicia
Girando en círculos sobre la música pop
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Todo empezó en abril de 1994. El día 11 Oasis pulsaron el gatillo de la pistola de hits por primera vez. Supersonic, su single de debut, veía la luz. Lo hacía con aromas del I Wanna Be Adored de The Stone Roses, gesto desafiante, mala leche obrera y ganas de decir ese algo que solo tiene sentido dentro de una canción. «Me siento supersónico / dame un gin-tonic», cantaba Liam Gallagher. Alargaba las vocales finales a lo John Lennon en un absurdo mensaje convertido en proclama de la insatisfacción y satisfacción juvenil. Una nueva era estaba naciendo en la música popular.

Alrededor de ese tema y las sensaciones que generaba —nervio, morritos, cabeza hacia atrás, garganta rota gritándola al viento— se levantó una de las carreras más exitosas del rock de los noventa. Pero también se colocaron los ladrillos iniciales del edificio de lo que se hizo en llamar brit-pop, el movimiento con el que Inglaterra volvió a ondear su bandera tras el ciclón grunge. Este había arrasado. Cualquier intento de escalada de las bandas inglesas en la relevancia más allá del underground fracasaba.

Desde que Manchester pidiera sitio como capital musical mundial a finales de los ochenta mezclando el pop y el espíritu del acid house, el país de The Kinks, Rolling Stones y The Beatles no contaba en los charts. Todo giraba alrededor de la angustia generacional de Nirvana, sus compañeros de la era grunge y los intocables de siempre que, vaya, ninguno era inglés. Pero, en la misma ciudad norteña, los hermanos Gallagher lanzaban con Supersonic una cejijunta mirada con visos de eternidad. El destino quiso que Supersonic saliese al mercado seis días después de que Kurt Cobain apareciese muerto en Seattle.

En paralelo, Londres también burbujeaba. La historia venía de atrás. Suede ya había debutado con su espléndido disco homónimo en 1993. Elastica también, con el single Stutter. Y Blur habian perfilado con Modern Life Is Rubbish las bases ideológicas y sonoras del brit-pop. Cuando estos últimos lanzaron Parklife, su tercer álbum, todo el camino estaba trazado para su reinado.

El calendario indicaba que aquel floreciente mes de abril de 1994 apenas había avanzado 14 días desde la salida de Supersonic. Blur proponían una visión diferente a la de Oasis. Frente a la rudeza y la rabia de los de Manchester, la banda liderada por Damon Albarn resultaba elefante, sofisticada y erudita. En Parklife, que se presentaba con una imagen de algo tan típicamente inglés como una canódromo, se realizaban retratos costumbristas e irónicos del Londres de mediados de los noventa. Pero, sobre todo, se honraba sin ambages a su extensísima tradición pop. Un crisol de estilos se daban cita, comprendiendo piezas tan diferentes (pero tan complementarias) como las guitarras cortantes de The Kinks, el pop electrónico a lo Pet Shop Boys, el melodrama de David Bowie, el frescor new-wave de XTC o el vitalismo ska de Madness. En sus manos todo sonaba lozano, actual, a banda sonora de un momento.

URGENCIA JUVENIL
A partir de ahí el brit-pop lo monopolizó todo. Oasis lanzaban a finales de agosto Definitely Maybe, su apabullante elepé de debut que acababa de ser reeditado con caras b y extras aprovechando la efeméride. Urgente, arrogante y rabiosamente juvenil, contenía las dosis exactas de electricidad y euforia como para volver loca a la generación que lo vio nacer. Igual que había sucedido en 1989 con el homónimo debut de The Stone Roses (cambiemos el «Yo quiero ser adorado» de aquellos por el «Hoy voy a ser una rock n’ roll star» que abre el de Oasis), de uno u otro modo Definitely Maybe cristalizaba una buena parte del anhelo de esa grandeza proletaria germinada entre pintas en pubs, cánticos futboleros y trabajos que dejan roña bajo las uñas.

Hasta entonces todo era auténtico, natural y creíble. Pero la maquinaria tenía que continuar. Y lo siguió haciendo, tensando artificialmente una rivalidad entre Blur y Oasis que hizo multiplicar el interés y las ventas. Había que revivir el Beatles vs Stones y se hizo de la manera más polarizada posible. Aunque aquí todos ansiaban ser The Beatles, la industria jugó con los opuestos: norte contra sur, pijos frente a obreros, chicos duros echándole un pulso a los refinados… Sí, de la manera más simple posible para despertar las adhesiones más primarias.

Todo ocurría mientras de fondo surgían desvíos de lo más edificantes. Suede que se apartaban del bullicio con el magistral Dog Man Star. Supergrass irrumpían gamberros con pildorazos pop. Y unos veteranos Pulp aprovechaban el río revuelto para colar un His’ n’ Hers que dejaría vía libre para la entrega de uno de los grandes himnos brit-pop: el extraordinario Common People. También apareció una retahíla de nombres menores como Sleeper, These Animal Man, Menswear, Bluetones o Gene y se recuperaron para las nuevas generaciones a figuras como Paul Weller, John Squire o Johnny Marr, puntos de partida de muchos de los nuevos himnos de la juventud inglesa.

En 1995, con Blur y Oasis convertidos ya en gigantes, se disputó la gran batalla mediática. Se simultanearon las salidas de los singles de adelanto de sus siguientes álbumes —The Great Escape y What’s The Story Morning Glory?—, se subieron de tono los dardos entre ambos en los tabloides y todo derivó en un esperpento nacional. Pero las tiendas de discos no paraban de hacer sonar la caja registradora y el globo se infló todo lo que pudo hasta que ambas bandas lo pincharon en 1997. Oasis bajando la calidad estrepitosamente con el mediocre Be Here Now y Blur reinventándose con el homónimo Blur. La era brit-pop se había terminado. Había que dejar sitio a Robbie Williams y las Spice Girls.

HIMNOS CONVERTIDOS EN PORTADA DE REVISTA
Entre Blur y Oasis se creó un movimiento al que, veinte años después, se sigue revisando. Se trata de una fórmula magistral: poner un producto musical en el escaparate, convertirlo en una marca y pulverizar todos los récords. Pese a que una buena parte de la crítica musical siga mirando con desdén aquellos días de flequillos y Adidas Gazelle, lo cierto es que Inglaterra jamás ha vuelto a ofrecer al mundo una catarata de hits tan continua y bien empaquetada como la de 1994 y 1997. Y en ello una parte fundamental del mérito recae en la prensa musical británica, amplificador de todo lo que ocurría.

Cabeceras como New Musical Express, Melody Maker, Select o The Face vieron allí la gallina de los huevos de oro. Apartaron a Kurt Cobain de las cubiertas. En su lugar, colocaron a los integrantes de Blur y Oasis en todas y cada una de sus variantes: en solitario, enfrentados o como locomotoras de un tren que al final iba a descarrilar con tantos vagones. Como buenos británicos, todas esas bandas destacaban por su imagen. Eran plásticos y fotogénicos, fácilmente imitables y perfectos para forrar las habitaciones de una Inglaterra que empezaba a escribir un nuevo ciclo que iba más allá de lo musical. El laborista Tony Blair no había llegado a un a Downing Street pero, desde la oposición, sabía que resultaba fundamental ir de la mano de estos nuevos héroes de un país orgulloso de sus ídolos.

Los años sesenta eran un recuerdo que se podía revivir. Y el papel impreso hizo todo lo posible con titulares. Un par de años después surgirá un concepto casi tan perfecto como el de brit-pop, la Coolbritania. Lo acuñaría la revista Newsweek y para siempre quedará un icono definitivo: Kate Moss enfundada con un jersey de la bandera inglesa.