La Voz de Galicia
Girando en círculos sobre la música pop
Seleccionar página

Hubo un tiempo en el que las entradas de los conciertos eran pequeños tesoros. Pocas personas las tiraban sin más al asistir a uno. Todo lo contrario, había que guardarlas. En ese pedazo de papel descansaría para siempre el recuerdo de aquel día. El primer recital, el primer festival, la primera vez que uno vio a un grupo internacional. Como muescas sentimentales, pendían del corcho de la habitación formando un particular collage multiforme. En él que se podía leer parte de la personalidad de la persona. Cuando menos, delataba una cosa: lo importante que la música había sido en esa vida. Y, pasado el tiempo, generaba otra: una terrible sensación de nostalgia al recordar aquellas fechas («¿Realmente lo de los Ramones en el Coliseum fue en 1993?») y aquellos espacios (“¡Buff!, la sala Cisco ya ni me acordaba de que allí daban conciertos”).

No volverá a pasar, me temo. Las entradas perdieron, poco a poco, esa capacidad de generar emoción. A principios de la década pasada se empezó a imponer la fórmula de “impresa en el acto por ordenador”. Nada de color, nada de imagen del grupo, nada de nada. Solo el logotipo de El Corte Inglés (o el lugar en el que se hubiera comprado) y unas letras impresas en una tinta que, aún por encima, con el tiempo desaparecería. Curiosamente, esta devaluación del fetiche coincidió con la implantación del concepto “gastos de gestión” mientras lo sentimental se esfumaba. ¿Para qué colgar en el corcho esas entradas despersonalizadas si resultan todas iguales? ¿Cómo atravesar con un chincheta el resguardo del bolo de Neil Young & The Crazy Horse si iba a lucir lo mismo que uno de Bustamante? Pues para nada.

Todavía se podía ir a peor. Sí, al modo imperante en la actualidad. Hoy en día las localidades se compran por internet, se imprimen en casa y, luego, se lee su código QR en la sala, al llegar. Un folio din A-4, un mísero folio din-A4, sin más. O un archivo PDF en su defecto ¿El siguiente paso qué será, poner la huella dactilar al entrar? ¿Un módulo de reconocimiento facial? Quién sabe. Hay que aceptar que las cosas evolucionan y que todo tiene que cambiar, qué remedio. Pero ello no quita que permanezcan anhelos anclados en el pasado. Algunos tan justos como este. Porque al final, resulta que ves a Bob Dylan en Nueva York (algo totalmente excepcional en tu vida) y el pedazo de papel que traes resulta tan impersonal que no merece la pena ni guardarlo. Por ello, cuando en las poquísimas ocasiones en las que tras pagar la entrada en la taquilla ofrecen uno de esos maravillosos trocitos de papel, se siente una sensación lejana, especial, como de otra era. Algo realmente delicioso.