La Voz de Galicia
Girando en círculos sobre la música pop
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Era una escena típica de finales de los ochenta. El día que daban las vacaciones de Navidad quedaban, por la tarde, varios compañeros de clase. Iban a comprar su adelanto de regalos. En aquel grupo de 8º de EGB había calado música hasta tal punto en que todo se podía dividir en pijos, normales y los de la música. Se había cocido en el aula un ambiente un tanto especial. Había un heavy que flipaba con Helloween y otro al que le encantaba Bon Jovi. También un fan de Dire Straits enamorado del sonido digital, que ya atesoraba piratas del grupo y todo. Otro que tiraba hacia lo rocker por Loquillo, al tiempo que le gustaban los Smiths. Y, por último, uno al que estaba empezando a encantar U2 tras haber flipado previamente con Iron Maiden. Iban los cinco engalanados, nerviosos y excitantes, a la tienda de discos del centro. Entraban. Revolvían. Hacían comentarios en voz alta. Ridiculizaban los elepés de los grupos que considerábamos horteras. Sí, de Glen Medeiros a Tennesse pasando por, cómo no, los Hombres G. Volvían loco al dependiente con mil y una preguntas sobre las novedades. Y, al final, se iban con las adquisiciones en la bolsa.

Los discos ardían dentro. Nada de esperar a llegar a casa. Se sacaba la portada. Se abría la carpeta interior. Se miraba todo. ¡La importancia que tenía aquello! Mmmmm…el olor a vinilo. Las cubiertas en mate. Las fundas transparentes. O de papel blanco. La electricidad estática. El dibujo de la galleta. La aparición de inscripciones en el surco final. Incluso había algún “experto” que examinaba el el disco al detalle. Se supone que si fijaba con cuidado podía percibir si el plástico estaba rayado. Todo ello, caminando a casa. Con prisa. “Que lo paséis bien”. “Ya nos veremos”. Era una despedida hasta la vuelta a clase. Claro. No había chat, ni What’s Up, ni Facebook. Y lo de estar colgado del teléfono entonces era algo de tías. No importaba. Había algo que había que hacer. Algo simple: dejar caer la aguja en el disco. Cerrar la puerta de la habitación. Y disfrutar. La ansiedad lo podía todo. Pero, generalmente, había recompensa. Un acto íntimo, intransferible y mágico, que a algunos les guiaría para siempre en la vida.

Esa sensación se mantuvo años y años. Se acrecentó a medida que la gente se hacía fan y más fan de determinados grupos. Entonces, no llegaba con simplemente comprar el disco. Había que hacerlo el mismo día en el que salía a la venta. Así, comiéndose las uñas y perdiendo la concentración, se esperaron en álbumes como Acthung Baby! o Second Coming. También el Alta Fidelidad de Los Flechazos o el Pop de Los Planetas, ya en la Universidad arañándole dinero a las salidas nocturnas y al menú del día. Había que escuchar esos discos antes que nadie, tras haber comprado los singles previos. Eran así de importantes. El camino a casa resultaba igual de inquietante. El Pop ya venía en cedé. Otro olor, otro tacto, otra sensación. Y no se escuchaba solo. Los pisos de estudiantes reflejaban una amalgama sonora tan o más particular que la de aquella clase de EGB. Extremoduro en una habitación. Música dance a granel en la otra. Y pop, maravilloso pop, completando el cuadro.

Con la popularización del disc-man se dio una nueva vuelta de tuerca a esa sensación de placentero nerviosismo. !Se podía escuchar el disco nada más salir de la tienda! Se quitaba el plástico del cedé. Y en cuestión de segundos, los oídos ya recibían el impacto. Unidad de desplazamiento de Los Planetas, por ejemplo, sonó así. Y otros más, que sin saberlo serían los últimos. Sí, había llegado Internet. El Vespertine de Björk ruló en cedé Verbatim grabado en el verano del 2011. Y no salía hasta después de septiembre. El Kid A de Radiohead, lo mismo. Napster explotó como quien deja una pastelería abierta para que el público se surtiera sin fin. Y luego Audiogalaxy. Y más tarde Soulseek. Y Emule. Y las descargas de Rapidshare. Y el Spotify. Y las mil y una maneras acercarse a la música que nos propone el momento actual.

El nerviosismo terminó. En su lugar se instaló la inmediatez y la barra libre. La intranquilidad se trasladó al ordenador, al “¿cuánta música me puedo descargar en 24 horas?”. Pocos discos se ven ahora por la calle. Y cuando alguien los lleva, carece de ese inquieto temblor. No se percibe la mirada viva, ese “lo siento tío, me tengo que ir”. Son simplemente recuerdos de otra era, sensaciones difícilmente explicables a una generación que ha conocido la música a golpe de click, la que nunca ha pasando el dedo índice por su colección en busca de medicina para el corazón.

Me da que se han perdido algo.