La Voz de Galicia
Girando en círculos sobre la música pop
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Raphael
Teatro Colón, A Coruña 23-4-2010

Con el término artista ocurre algo muy especial. Se supone que cuando se adecua a una persona, la dota de una virtud. Es decir, en el diccionario colectivo que se crea al margen de la RAE el artista malo no merece gozar de esa distinción que, en sí misma y tratada de ese modo, semeja un título. “Raphael nunca defrauda, él es un artista”, se podía escuchar a las puertas del Teatro Colón, cuando el de Linares había terminado la primera de sus dos actuaciones en A Coruña. Y sí, cuando el seguidor lo definía así le estaba otorgando en una palabra todo un manojo de piropos. “Es el más grande, un artista de los pies a la cabeza”, continuaba el fan, incapaz de encontrar el superlativo preciso para ese torbellino que había concluido su pase minutos antes. “Impresionante, un artistazo”, insistía quedándose sin palabras.

foto-rapahelEl artista en cuestión descansaba en ese momento en el camerino algo malhumorado. La desmedida pasión de sus fans hizo que tuviera que parar el concierto para llamar la atención a uno de ellos. Ocurrió en el tramo final, justo cuando empezaba a interpretar Que sabe nadie, el himno que le compuso Manuel Alejandro. Tras fruncir el ceño, poner cara de resignación y ver como el runrún continuaba, detuvo todo y se dirigió, serio, al fondo del teatro. “Se supone que usted viene a escucharme a mí y no yo a usted”, dijo despertando una salva de aplausos entre el público, harto de la impertinencia de dos o tres personas que definitivamente no sabían estar.

Pese al enfado, agarró la canción, la maleó y la llevó al infinito, como la hipérbole de una emoción tan mundana como la de sacar pecho ante los comentarios envenenados de la gente. Interpretada con primor, erizó el vello de la audiencia y puso al teatro en pie. Aplausos a rabiar y, de nuevo, las palabras no llegaban. “!Artista!”, se podía oír a voz en grito desde la platea mientras Raphael levantaba la barbilla, mirando al palco petrificado y recibiendo un baño de alabanzas.

Como James Brown, Michael Jackson o Lola Flores, Raphael pertenece a esa categoría de cantantes exagerados y superlativos, que logran que la audiencia vea en ellos la representación gigante de su vida en formato de estrella de la canción. Durante dos horas repasó todo su cancionero clásico, acompañado solamente de un piano en un más difícil todavía. Ello supuso, pese al formato mínimo, un portentoso desfile de amores volcánicos, celos de filo cortante, reivindicaciones de individualismo contra todo y pasiones ocultas que ansían ver la luz. Vamos, las miserias y grandezas de todo quisque sobre el escenario interpretadas por un tipo genial que no solo canta con la garganta. No, lo hace con todas las partes de su cuerpo como si fuera la última actuación de su vida.

Todo es mentira, sobreactuación y tablas. Pero abajo todo parece verdad. Por eso la gente lo adora, porque puede viajar y proyectarse en su lenguaje almibarado de flores y gorriones, en la iracundia de los espejos rotos o la fragilidad trémula que pende de un hilo. Sonaron todas. Mi gran noche, Digan lo que digan, Escándalo, Que sabe nadie o Yo soy Aquel. Se quedó fuera Como yo te amo. Estaba prevista, pero el enfado la borró de la escaleta. Tanto dio. El teatro se volvió loco con el Yo soy aquel final. Y esa estrella menuda y vestida de negro volvió a resplandecer con al brillo de esa dichosa palabra: “!Artista!”.

Foto: Óscar París