La Voz de Galicia
Girando en círculos sobre la música pop
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Una de las cosas que siempre me ha llamado la atención de los pijos es esa idea que trasmiten de vivir dentro de una película, la suya, en la que los demás son meros extras, sin ninguna importancia. Me refiero, por ejemplo, a esa estampa de una mujer que va al centro comercial de turno y deja su aparatoso cuatro por cuatro aparcado en el primer lugar que encuentra, acude a por sus zapatos, provoca un atasco de mil demonios y cuando llega ni siquiera acelera el paso o se inmuta ante la sinfonía de bocinazos, cabreos y recuerdos a sus familiares. Ella, a su bola. Ya tiene sus zapatos. Ese era el problema más importante del mundo. ¿El resto? ¿Para qué perder el tiempo pensando en ello?

Todo esto viene a cuento del ambiente que se pudo vivir el pasado sábado en la sala Le Club de A Coruña en el concierto del cantante de Danza Invisible, Javier Ojeda. Aunque venía en un formato trío ajeno a la banda matriz, se supone que el aroma los-años-ochenta-aquello-sí-que-era-música hizo que una buena parte del público estuviera formado por gente que sobrepasaba la cuarentena. Dentro de estos existía un grupo que, más allá de verse entre ellos y esperar a que cayera Sabor de amor, nadie sabe muy bien qué hacían por allí. Ello no tiene per se nada negativo, faltaría más. El problema es cuando su romería de besitos, saludos y oseas impide que el resto de la audiencia pueda disfrutar de un concierto acústico e íntimo que necesita unos mínimos de silencio para ser degustado. ¡Ah! Y que costaba 10 euros.

Pues no, no pudo ser. Que si la ginebra Hendricks “es la mejor que hay”, que si no se quién de la época moza ahora se dedica a no sé cuántos, que si “tenemos que quedar todos juntos como antes un día de estos”, su barullo se convirtió en una pantalla infranqueable para parte de los que estaban allí para -!sorpresa!- ver y escuchar un concierto. Una espectadora, visiblemente enfadada, hizo un comentario a su amiga en voz alta a ver si se daban por aludidos. Nada. Luego se puso a tocar las palmas enérgicamente. Tampoco. Finalmente les pidió malhumorada silencio y respeto. La respuesta fue por parte del más marchoso del grupo una sonrisa cínica y desafiante de esas que enervan a cualquiera. “!Estoy en un pub y hago lo que quiero!”, decía gin-tonic y cigarro en mano. Las amigas del marchoso lucían sonrisa profiden en sintonía y un segundo hombre dentro del grupo se dirigió a la amonestadora con rictus de enfado: “Oye tía, ¿nunca te han dicho que eres un coñazo? ¿Porque lo sabes verdad? !Sabes que eres un coñazo!”. La mujer se puso nerviosa y optó por irse.

Ni caso. Como queriéndose reafirmar en su propia maleducación, el grupo siguió a la suyo, incluso exagerando la pose de buen rollo. Parecían adolescentes con el letrero de “somos los más populares y el resto nos tienen envidia”. En un momento dado en el que Ojeda apeló a un medio tiempo, una dejó la conversación y soltó mirando al escenario “!Toca una con más marchita!”, frase mítica que todos los que hayan pinchado alguna vez conocerán de sobra. Eso sí, la pedidora a los dos segundos retornaba a lo suyo. Es decir, a charlar. Y así hasta el final, machacando al personal que en más de un caso les deseaba la peor de las muertes inimaginables.

La conclusión es que una parte de la audiencia no pudo disfrutar del recital. Y ellos, satisfechos en su superficialidad y mala educación, encantados de la vida. Era algo así como el tunero macarra que pasa a las dos de la mañana con el regatón a toda leche y las ventanillas abiertas, pero en versión Tommy Hilfiger. Para los primeros hay multas. Para los segundos, tendrían que inventarlas. Porque, señores, a este extra de su película le han abortado toda posibilidad de conectar en un concierto al que asistía con curiosidad. Y ya van unos cuantos en una ciudad donde este tipo de comportamientos son realmente preocupantes.