La Voz de Galicia
Girando en círculos sobre la música pop
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Este es EL DISCO. Sí, señores, ni Loveless, ni Stone Roses, ni Doolittle, ni Nevermind ni leches. Antes de siquiera saber qué era eso del indie, si existe un elepé que puso realmente patas arriba a toda una generación en tiempo real, justo cuando ésta empezaba a tomar uso de razón musical, fue el extraordinario Appetite for Destruction de Guns n´Roses . Si me apuran, me atrevería a decir que sólo el The Joshua Tree de U2 y, poco después, el And Justice For All de Metallica pudieron superarlo como punto de encuentro entre todos los adolescentes de la época que escuchaban música “de verdad”.

No era para menos, los Guns n´Roses de aquel entonces eran un cocktail verdaderamente explosivo. Por un lado, poseían una actitud pasada de vueltas ideal para las hormonas afiladas y una imagen que ya forma parte de la iconografía del rock (las calaveras, las rosas, las pistolas, el Jack Daniels, etc…). Por otro, eran una banda súper competente, tanto a nivel de compositores como en directo, siempre comandada por un carismático guitarrista y un cantante suicida que parecía la representación humada del electroshock. Todo ello envuelvo en un sonido muy especial que mezclaba a partes iguales, whisky, heroína y anfetamina (pongamos a los Rolling Stones, Aerosmith y los Sex Pistols en la batidora) que cobijaron, al menos, tres de esas canciones que merecen estar en cualquier lista de momentos míticos de la historia del rock: Paradise City, Welcome to the Jungle y, cómo no, Sweet Child O ´Mine.

Lo cierto es que Axl Rose, el ínclito cantante de la banda, no era sino uno de tantos individuos marginales que encontró en el rock el megáfono para dar rienda suelta a su conflictiva personalidad. La diferencia es que, por muy extraño que parezca, en aquel excéntrico front-man (cruce imposible entre la barbie rockera y un nazi desquiciado proclive al alarido andrógino), poseía un talento que sólo podría haber salido a flote de esa manera. En sus cuerdas vocales resonaba de continuo el mismo sonido: el del sexo que estalla con la chillona violencia de un gato en celo. Y lo hizo dentro de triángulo de glam, hard-rock y punk bañado por el sol californiano que se adueñó de Los Ángeles en la segunda mitad de los ochenta.

Pero que nadie se engañe, pese a las críticas que recibió la banda por una buena parte de la prensa especializada (se les acusaba de ser una versión retrógrada y olvidable de los grandes del rock setentero), no fueron un producto de temporada ni mucho menos. Una escucha de Appetite for Destruction dos décadas después revela las excelencias de su momento, elevadas ya a la categoría de clásico, y hace pensar en un más que probable revival de todo ello en unos años. Tiempo al tiempo